Usar a personas para olvidar a otras

Nadie nos prepara para una separación. Puede que la idea de romperse juntos apareciera en pensamientos fugaces, cuando sacábamos juntos la basura o conducíamos con las ventanillas abiertas. Ocurre y todo lo previsto es nuevo y la inercia de los días nos obliga a seguir hacia delante, «tirando», decimos, como si parar no se nos estuviera permitido. Un clavo nunca sacó una garra. Por si las dudas, nace un espacio sin tiempo para conocer a gente y encontrar destellos de esa sombra antigua, algo que nos conduzca a un lugar que ya no existe y que nos pertenece. El olvido es una forma extraña de mentira.

Entonces las personas se suceden. Cambia el olor, su forma de moverse o de pedir otro ribera, el pelo sobre la cara o corto por los lados. Algunas sirven para follar y desaparecer despiertos, con otras el sueño parece más profundo. Ninguna de ellas sirve porque nada le sirve al que deja de vivir y duela estando vivo. Sí, las personas pueden acumularse como mercancía, unas sobre otras, hasta levantar un muro frente al mundo. El mérito consiste en tratarlas bien o al menos intentarlo. Y surge la duda: ¿utilizamos a las personas para olvidar a otras? Sin olvido nunca habrá perdón. Y todavía no me he perdonado.

Aspiramos a un olvido absoluto sabiendo que nunca llegará, que podemos conocer a todos los habitantes de España, Suecia o México y no será suficiente. ¿Cuántos? Cien, mil, uno más. Este juego de números se parece a observar la lluvia antes de caer, carece de forma y de sentido, expone el enorme vacío dentro de nosotros. Poco a poco tiene que ir colmándose, con amigos y el mar al otro lado, con la esperanza de que las rupturas sirven para acercarnos más a la vida en el buen sentido de la palabra. Lo peor de todo es darse cuenta de que no usamos a las personas para olvidar a otras, sino para olvidarnos de nosotros mismos. Al escribirlo se me corta la respiración un poco.

Ilustración: Klaus Kremmerz

; Abre una nueva pesta

Un divorcio

La vi alejarse por la Castellana, sola, con su abrigo rojo y ocupando el centro de la acera. Parecía triste, o eso me dije. A veces, la pena es una forma rara de optimismo. Ella entre bocinas (había manifestación), yo con el libro de familia dentro de un sobre. El divorcio estaba hecho, una salida firmada en cada página y bajo una luz de bar de tanatorio. Esta vez no hubo nada que repartir, ni hijos, ni casa, tampoco fotos porque hay pocas y aún decoran las paredes. Siete años y una noche en Tokio. Entre medias, la vida compartida, ya nada.

Todo sucedió muy rápido, también el final. Yo la miraba al otro lado de la mesa del notario, a ella, la misma que se alejaba por la acera al rato. Llegamos juntos en un taxi. Bajamos por la misma puerta en busca del número 171, hablando sin levantar la voz, con casi todo por decir en gestos romos. Si poco o nada se cuenta duele más, porque no existe un lugar hacia el que dirigir la rabia, excepto uno mismo. Quizás fue por eso que nos hicimos daño, por no decirlo y solamente pensarlo. Poco importa.

El libro de familia viene a nombre de los dos, en cursiva y a boli Bic, espejismo. Esos nombres están ahora disueltos, un trámite que, por lo que dicen, permite ser feliz por separado. Lo fuimos muchas veces, nosotros, muchas noches bajo la ventana con vistas a la luna. Queda claro y por escrito que nadie tiene la culpa, ni de la felicidad primero ni de la separación después. Todo eso me vino a la cabeza. Cuando me giré para mirarla una vez más, ella había desaparecido. Entonces supe que ya lo había hecho hace tiempo.

Ilustración: Guy Billout

Una separación

Cuando murió mi padre pude entender el significado de la pérdida, realidad que lo consume todo. Su lado de la cama quedó intacto. Había fotos de él en nuestra casa, también la estela de una guitarra en el sofá y sus ojos verdes amarilleándose bajo el sol. Aquel silencio invadió las noches, las mías, también algunos sueños, fue extendiéndose como el cáncer que acabó con él. Asistí al entierro como los pájaros del tendido eléctrico, fui testigo del calor de los amigos y alguien de la funeraria me preguntó si quería despedirme. Apenas pude mantener la mirada. En el féretro había un rostro frío lleno de todo lo vivido, de todo lo que no pudo vivir. Pensé que no podía haber algo más triste. Estaba equivocado. Con la separación se reproducen los síntomas, misma ausencia. La diferencia se encuentra en el asombro.

Aceptarlo consuela más bien poco. Ella se ha ido, pero sigue respirando en otra parte. Y está bien, precisamente porque ya no está conmigo. Puedo intentar acabar con aquel rastro. Pelo, zapatos debajo de la cama, un trozo de jengibre que guardo en la nevera como si de un relicario se tratara. ¿Qué hay de los lugares que eran nuestros? El restaurante de la plaza del Descubridor Diego de Ordás, la acera de la izquierda, la mirada de sorpresa de los que te preguntan cómo está. «Pues mejor», respondo delante del espejo. Óscar, el peluquero, me está mirando como yo miraba a padre el día de su entierro.

Lo sé, todo lo que necesito es tiempo. De padre me acuerdo cada día y ella volverá como la lluvia. Será fugaz, luego mi mente pasará a otra cosa, aunque nunca deje de asombrarme: mismo dolor con resultados tan distintos… Donde hubo costumbre ahora hay anhelo, donde hubo amor una forma extraña de estar lejos. Mientras tanto, ando despidiéndome de Tokio, de sus calles llenas de gente sola y el gemido de los trenes. Ella se lo llevó todo en una maleta azul. Resulta que yo también estaba dentro.

Ilustración: Guy Billout

Una historia de amor sobre el divorcio

Muchas veces nos toca asumir papeles para los que nada ni nadie nos había preparado. Ser hijos ausentes, (indecisos) padres e incluso esposos no entraba dentro de los planes de muchos y, sin embargo, día a día le vamos dando forma al personaje, casi siempre de manera torpe; otros, los menos, rozando la victoria con los dedos y el sueño acumulado. De entre todos esos momentos hay uno particularmente duro, incluso violento: el divorcio, la pena que conlleva la pérdida del otro.

Porque no hay nada más profundamente humano que aceptar que las cosas llegan a su fin, y al romperse el cristal somos plenamente conscientes de lo mucho que quisimos al primate que calentaba cada noche el lado derecho de la cama, la que dejaba el cenicero lleno de colillas, el principal causante de los atascos en el sumidero… que ya no está. Meses después, sobre todo en las frías noches de solsticio, llegan las preguntas, los dardos y el ardor: ¿por qué no accedí a irme a con él cuando le propusieron aquel trabajo en Nueva York? ¿Es posible no renunciar a la vida que creemos merecer mientras compartimos gastos e hijos? ¿Por qué duele tanto ahora si en el último año no soportaba tenerla a menos de un palmo?

Todos estos interrogantes desfilan ante nosotros en «Historia de un matrimonio», recordatorio vital en el que se muestra como, a pesar de la aparición de abogados sádicos, la geografía adversa, las infidelidades y el sobre nominativo, a veces el amor permanece en su forma más pura, casi mística, agazapado en los segundos que ella invierte en atarle los cordones de los zapatos. Ya lo decía la canción: «Estar solo es estar solo, no estar muerto». Y el amor nos sigue hablando, incluso después de que la película se acabe.