El final del verano

Los peores crímenes se cometen en verano

El campo grita y los animales huyen en círculo

Mientras tanto, los hombres desean frenar las horas y la culpa

Regresar al bañador y los misterios del cuerpo desvelado

Beber de espaldas a un sol que enjuaga los perfiles de la carne

En verano, las banderas son de humo

El agua, sal de un espejo en el que hundirse

Las piscinas cielos de vaso de agua

Y una cigarra anticipa el principio de la noche tibia

Resulta que podemos navegar el cielo

Abonar el sonido de los pies sobre la arena

Y así pasar las tardes, como se va el calor

De pronto, la ruina del descanso consiste en regresar a los afanes

volver a ser queriendo estar en otra parte

En el verano, en las luces del solsticio siendo enero

Agosto, como el mar, nunca se acaba

Ni en septiembre, ni en la memoria de los días cortos

Ilustración: http://www.emilianoponzi.com

¿Importa tanto perder un año?

De pronto, el tiempo importa más que la muerte. Así los padres se rasgan las vestiduras al enfrentarse a la posibilidad de que los hijos, a partir de septiembre, continúen con su formación en un año no presencial y sí lectivo, como si los niños y los adultos no lo perdieran todo el rato, en el pupitre, la oficina y un atasco. Tampoco se libran de estos miedos aquellos sin descendencia, precisamente porque la dimensión física que representa los estados por los que pasa la materia, el tiempo, ha sido desgajada de la única variable sobre la que se asienta nuestro presente. El avenir en 2020 ni se escribe ni existe, sólo se transforma. Y además a peor.

El problema al que nos enfrentamos, además del tsunami de mierda acercándose por la derecha, es que desconocemos las consecuencias de perder un año de manera consciente en el transcurso de una vida más o menos larga. Nada de estupideces, ni momentos de desconexión o eso de dejarlo para mañana. Ni siquiera el típico asueto para pensar en futuros posibles. De lo que se trata, aquí y ahora, es de suspender la existencia porque las horas en diferido se dan por perdidas, y el terreno ganado por la enfermedad nos bloquea, apaga el grito. Y ya es septiembre.

Resulta que muchos navegantes que recorren el mundo en sus veleros blancos no saben nadar, un poco como nosotros, pero con una diferencia fundamental: somos a la vez náufragos y timoneles intentando dejar atrás deseos y anhelos, negándole la comida a un monstruo acostumbrado a tener su ración diaria de contenido, esperando sin ser conscientes de que no hay nada más que esperar que este instante, único, preciso, nuestro. Historia y mar.

Ilustración: https://kirstensims.myportfolio.com/