Anatomia del miedo

Ansiedad, pánico, horror, cerote, espanto, temor… tantas palabras para referirse a la dilatación de una pupila, al sistema endocrino saturándose de hormonas, a la frecuencia cardíaca convertida en un púgil zurdo. Lucha o huye, enfréntate a la bestia, y si aún te queda algo de valor mueve las piernas; ¡izquierda, derecha, izquierda, derecha!, la cadencia imperfecta para alcanzar el árbol más cercano.

Y es que en ese intervalo de tiempo dislocado, fracciones de segundo en las que sentimos miedo de manera consciente —lo que nos diferencia del resto de animales—, nos olvidamos de comer o hacer pis; todo es ruido; la piel adquiere la textura del film alveolar; y el que teme sufrir ya sufre temor.

Al desaparecer la amenaza «terrorista» —presente o futura, siempre al acecho— podemos pensar con claridad, localizar aquello que nos paraliza: ¿volvernos invisibles a los demás, perder la memoria, quizás no ser capaces de aguantar el ritmo impuesto por los más jóvenes, dejar un clavel rojo sobre el ataúd de nuestro pequeño, darle la razón a aquellos que sabían desde el principio que no funcionaría? Un violador anda suelto en nuestra cabeza.

Mientras tanto la fascinación por lo desconocido espera agazapada y algunos, dotados con la capacidad de temblar frente a un mar en calma pero propensos al naufragio, observan la trayectoria del que salta desde el balcón a la piscina, ese buscador de novedades con el poder de inyectar la dosis justa de adrenalina y leyenda en un torrente sanguíneo que también es carretera, superación, reto, serotonina para el alma.

Resulta que el miedo se hereda, precisamente para garantizar la supervivencia del que rompe todos los obstáculos, del que es roto por todos los obstáculos, del sicario y el condenado a muerte, de los que sienten la angustia de Jorge Marazu por vivir bajo las luces de la oscuridad, del miedo en las tripas del miedo.