Todo es muy simple. La vida, las horas y la ausencia. Hasta un niño lo entiende mientras juega. Ya están los adultos para recordárselo. «Venga, para casa». Entonces las cosas comienzan a torcerse. Será que las palabras lo complican todo, consiguen que el agua deje de ser agua y se convierta en un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno, lluvia, riada. Qué raro. A la simplicidad se llega con la práctica o la inconsciencia. En ambos casos, el camino es largo. En ningún momento debe ser la meta.
«Mantenlo simple, estúpido», decía mi profesor de inglés. ¿Pero cómo? Nadie tenía una respuesta. Llegan los problemas con los años: ese «menos es más» carente de sentido, «quita lo que sobra para que emerja la escultura, cariño». Pasamos las estaciones dándole importancia a las pequeñas cosas, las mismas que lo hacen todo tan difícil. Tiene que ser la simplicidad la resolución de esa formula llena de variables, incógnitas y estrellas. A fin de cuentas, vivir consiste en nacer, ganar peso, reír mucho, llorar para regar las plantas y el olvido. Simple, pero cierto.
Si el universo es tan elemental y perfecto, ¿por qué ese rechazo de la simplicidad? Cuando algo fluye todos desconfían. Si el amor no cuesta trabajo entonces vale poco o menos. Tan sencillo, tan lleno de matices, tan parecido al romanescu, verdura entre el brócoli y la coliflor. Te lo comes y adiós a la ciencia del cocinero. Somos partículas elementales, por eso le tenemos tanto miedo al fuego y a las sombras. Y nos equivocamos otra vez. Fue tan simple.

Ilustración: Guy Billout