Todo es muy simple

Todo es muy simple. La vida, las horas y la ausencia. Hasta un niño lo entiende mientras juega. Ya están los adultos para recordárselo. «Venga, para casa». Entonces las cosas comienzan a torcerse. Será que las palabras lo complican todo, consiguen que el agua deje de ser agua y se convierta en un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno, lluvia, riada. Qué raro. A la simplicidad se llega con la práctica o la inconsciencia. En ambos casos, el camino es largo. En ningún momento debe ser la meta.

«Mantenlo simple, estúpido», decía mi profesor de inglés. ¿Pero cómo? Nadie tenía una respuesta. Llegan los problemas con los años: ese «menos es más» carente de sentido, «quita lo que sobra para que emerja la escultura, cariño». Pasamos las estaciones dándole importancia a las pequeñas cosas, las mismas que lo hacen todo tan difícil. Tiene que ser la simplicidad la resolución de esa formula llena de variables, incógnitas y estrellas. A fin de cuentas, vivir consiste en nacer, ganar peso, reír mucho, llorar para regar las plantas y el olvido. Simple, pero cierto.

Si el universo es tan elemental y perfecto, ¿por qué ese rechazo de la simplicidad? Cuando algo fluye todos desconfían. Si el amor no cuesta trabajo entonces vale poco o menos. Tan sencillo, tan lleno de matices, tan parecido al romanescu, verdura entre el brócoli y la coliflor. Te lo comes y adiós a la ciencia del cocinero. Somos partículas elementales, por eso le tenemos tanto miedo al fuego y a las sombras. Y nos equivocamos otra vez. Fue tan simple.

Ilustración: Guy Billout

María y el silencio

María trajo silencio. Se limitaba a acomodar su cuerpo sobre el edredón, el sudor por dentro de la nuca. Luego respiraba por los ojos frente al universo. Bajito, sin esfuerzo, como esos ríos que parecen lagos, tan profundos, tan silenciosos, tan de mar. Su silencio evitaba los malentendidos, convertía las palabras en algo inútil, sucesiones de vocal y consonante que nadie necesita cuando su omisión lo dice todo. Las palabras están sobrevaloradas. Palabra de escritor, silencio de María, ese silencio nuestro.

Hace tiempo que los humanos dejamos de escuchar silencios. Será porque no existen. En ausencia de ruido, el sistema linfático y sanguíneo resuenan imitando a los obreros. Todo es pensamiento, coches, miedo a la desnudez que trae la calma. María descifraba el estruendo de dos que callan, parecía cómoda en un paisaje líquido porque, sin volumen, la vida recupera su dimensión casi sagrada. Shhh.

Dicen que «el camino a todas las cosas grandes pasa por el silencio». No lo creo. El silencio nos permite observar lo pequeño desde el lugar que le corresponde, un espacio donde no somos en el tiempo, sino que el tiempo es en nosotros. Solamente aspiraremos a ser libres si aprendemos a no decir nada. Qué extraño. Todavía escucho a María en esa cama, mirando el techo y por lo tanto al cielo. Eran las diez de la noche de un silencio. Y comenzó a llover ahí fuera.

Ilustración: Simon Bailly

No me mientas, por favor

«Solo te pido que no me mientas». Y es que la mentira es el mayor temor humano. Luego vienen la muerte y la declaración de la renta, la ansiedad y las tardes de domingo, otros inviernos. Pero ella gana porque implica una forma de fe en el otro más poderosa que una oración. Tantas vidas construidas sobre una mentira, tantas ruinas… de ahí que solo aquellos con buena memoria sean buenos mentirosos. En el fondo, todo el mundo miente, peor o por deporte. A veces para evitar la sangre, otras para ocultar una verdad cruel. Tenedlo en cuenta antes de mentir; «de una bola nunca se vuelve». Siempre con la mentira por delante.

«Vamos a contar mentiras». Sale una media de veinte al día. Mentir a todos a todas horas: sobre ese libro que nunca leímos, con las cervezas y el gimnasio. También cuando decimos te quiero y no queremos, cuando ya te llamarán, cuando llamamos al trabajo enfermos por culpa del alcohol. Mentimos a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros vecinos, a nuestro perro y a la planta que miente de noche bajo la ventana. Y lo peor es que no paramos de mentirnos a nosotros mismos. Será porque queremos parecer mejores.

«El arte de vivir es el arte de saber creer en las mentiras». No somos mentirosos por naturaleza, lo somos por supervivencia. La mentira como talento, la mentira como bálsamo. Encontramos la felicidad en actuaciones y ardides sabiendo que la verdad no le interesa a nadie, aunque nos la reclamen cada día. La mentira nos hará libres siendo presos, la verdad nos dejará solos. La diferencia entre una y otra es que la primera duele muchas veces poco hasta que al final nos pudre. La segunda viene con un gran disgusto. Después paz y silencio. Si tengo que elegir elijo la bondad. Por eso miento.

Ilustración: Andrea Ucini

La falta de cariño

La falta de cariño es una forma de castigo. Prescinde de golpes y puertas cerrándose moviendo mucho aire. Se trata de una decisión consciente en uno. El otro se limita a aceptar su ausencia y el estruendo. Y olvida que puede vivir en una casa con un gato, sin amor diario o agua caliente, pero nunca sin muestras de cariño. Hablamos del cariño al margen de la caridad, muy lejos de contratos y cadenas. De ahí su misterio, de ahí que pueda ser representado con un trazo. La falta de cariño me convirtió en un hombre incapaz de recibir cariño sin salir huyendo.

Hay algo extraño en el cariño porque adquiere formas muy diversas. Las mujeres lo integran en el sexo, también cuando es muy guarro. Los hombres lo despliegan con desgana. El cariño aparece en el silencio, cuando dos, tres o varios ocupan una habitación sin decir nada. El cariño llena. El cariño nunca desgasta. El cariño. Quizás sea una escisión del amor, otra forma de decir te quiero al margen de palabras. No lo sé. Victor Jara envolvía al mundo con cariño. Quizás por eso le rompieron los dedos antes de matarlo.

Solamente los animales proporcionan cariño ilimitado. Creo que aprendemos mal de ellos, por eso al negárselo a otro de manera paulatina deja un rastro de sangre sin sangre. ¿Cómo puedo volver a aceptar cariño sin reservas? Observo a los perros del parque, a las palomas andando en círculos concéntricos, a los falangistas despidiéndose de un féretro… y regreso a casa. El apego implica un riego; la distancia una despedida de todas esas cosas buenas. Ahora todo se arregla con psicólogos. La falta de cariño tampoco.

Ilustración: https://klauskremmerz.com

Halagos

Los halagos son caricias en las sienes. El animal se ablanda, va perdiendo su paso por pares de patas diagonales… hasta elevarse. Al final lo montan. El halagado se pregunta si las caricias no eran en realidad para otras sienes, que él no hizo nada, aunque trató de merecerlas. Las caricias le empujan a un espacio en el que ni siquiera corre. No hay nada más triste que un caballo en una jaula. Halagos que terminan traicionando. Y a pesar de todo los buscamos en las sombras, a plena luz del día.

Son los amigos más cercanos los menos dados al halago. Ellos curan al animal cuando está herido, descargan la escopeta y le ayudan a recuperar el paso. Los actos más relevantes vienen exentos de elogios. Los elogios cuestan poco o nada. Las críticas proceden del corazón de las tinieblas. Halagos y críticas a lomos de palabras. En el fondo, todos esperamos un milagro. Nunca llega. Pero seguimos esperando.

Se puede levantar una montaña con halagos. Serviría para tapar el sol y algunas bocas. Casi todos los halagos son mentira. Hacen más llevadero el engaño de vivir creyendo que hacemos bien las cosas. Algunos halagos enmascaran un reproche. El animal vive ajeno a todos estos males. Se limita a atravesar el campo, intenta sorprenderse frente a un campo de amapolas entre el trigo verde. Las palabras crean y destruyen, dan forma al color y hasta alimentan. Debemos halagar desde el silencio. Y el caballo se aleja dejando a su paso pétalos de música.

Ilustración: Guy Billout

Estoy agotada

«Estoy agotada». Esta frase es el mantra de los viernes. También se escucha «no me da la vida». Distintas formas de quejarse para un mismo fenómeno. Y es que ahora se trabaja para trabajar más, autoexplotados o en régimen de esclavitud con sueldo y canas. Estamos por todas partes: consumidores, emperdedores y reproductores porque toca, todos a la búsqueda de una tranquilidad perdida por aquello de mejorar, mejorar y mejorar. Pero ¿qué se mejora? Queda claro que de piel y pelo mal y que nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto en vida. Algo no funciona cuando cargamos el peso del mundo sobre los hombros y el mundo gira y gira… a peor.

Quizás todo se trate de una estrategia para escapar de la felicidad. ¡Que levante la mano el que quiera ser feliz! Mientras, observamos la distancia creciente entre cómo deberían ser las cosas y cómo son en realidad. Y corremos y la vida se aleja por cansancio y aparecen nuevos desafíos y saltos en paracaídas. Nadie quiere cosas simples porque cansan. Llega la duda. Un abrazo, un café doble, una playa sin italianos cerca, otro abrazo, vacaciones en Roma, el sueño de la lotería o todo junto. Dios, qué agotamiento.

Este cansancio es más el grito de una decepción. Porque el que está cansado de verdad descansa, igual que el hambriento come cuando tiene hambre o el ciego dispara a las estrellas para apagar la luz. Pocas cosas quedan de aquello que esperábamos y, sin embargo, seguimos esperando algo distinto. Desencanto contra verdad, inercia contra un cambio al alcance de casi todos, grandes gestos contra la belleza de lo invisible. Es cierto, «la vida es una larga preparación para algo que nunca ocurre». Y a veces, sólo a veces, se nos ocurre vivirla plenamente.

Ilustración: Guy Billout

De nuestras cicatrices

Somos un cúmulo de cicatrices visibles e invisibles. Porque sin cicatrices no hay dolor, un dolor procedente de la felicidad que escarba piel y tiempo. Si la piel nos define como humanos, con sus grietas y pozos cada vez más secos, el recuerdo va dejando marcas. A veces con forma de escalpelos. Otras con forma de resbalón o por la noche, «estaba a oscuras». Las peores son las que van por dentro, las que se ven por fuera. Los ojos nunca mienten. La luna, el sol y la ausencia. Resulta extraño comprobar cómo las cicatrices reclaman su condición de herida primigenia. Resulta inevitable. De ahí esta risa huérfana.

La felicidad no deja rastro. Todo lo que marca viene de los otros y está en uno. Así pintamos tatuajes sin color sobre la dermis, los mismos en todos con otras formas y otros gestos. Cicatrices en las muñecas, cicatrices en la barbilla, cicatrices debajo del ombligo, cicatrices en ninguna parte, cicatrices en este cielo atravesado por aviones. Dejamos de vivir para ir tirando de ellas y con ellas. Tal es el ciclo del ser humano herido. Rotura, grito al aire, desangrado, a veces sobreviene la muerte. En el mejor de los casos, costra, cura de tiempo, reconstrucción de la zona de guerra. Cicatriz. Y aceptamos.

Todas las cicatrices vienen con historia. Es más, son las únicas fotografías resistentes al paso de los años. La cicatriz no crece, aunque palpita cuando llueve y es verano. A nadie se la ha ocurrido hablar de la epidemia de cicatrices que asola el mundo desde la era de los dinosaurios. Están por todas partes y en ellas nos reconocemos. Al besar, besamos una cicatriz, la de los labios que quieren olvidar el cuerpo por un rato. Al dormir, velamos las heridas. Una cicatriz es una pérdida que viene a nuestro encuentro. Nos han cosido a ellas. Hay que reclamarlas con orgullo: medallas con olor a piel vivida.

Ilustración: Guy Billout

Aquellos que entierran a su pareja en vida

La ruptura implica muerte, muerte de un organismo lleno de futuros y un pedazo indeterminado de sus partes. Poco importa si uno deja o se encuentra al otro lado. A veces, el organismo muere solo, por falta de luz o tierra fértil. La vida. Esa muerte es el principio de la ausencia y a ese hueco debemos enfrentarnos. Todos. El dolor se pasa y, sin embargo, siempre duele. Por esa razón observo a aquellos que entierran a la que fue su pareja cuando todo acaba. Esa pareja antigua todavía late, tiene tiempo y puede que alquile un piso por el barrio. Para esa gente esa pareja ha dejado de existir. Y no lo entiendo.

A aquellos siempre les pregunto. ¿Cómo lo hacéis? Se supone que algo tiene que quedar, estaciones a medias, manchas de café y un viaje al norte. A veces hay niños, una cama triste, contratos y un final que pesa lo que pesa la infancia ya de adultos. Aquellos que entierran a su pareja lo hacen para conservarse, olvidando que las horas pasan igual de lentamente. O ellos en ellas. Enterrar al otro implica enterrar un cuerpo todavía tibio dentro de la nieve. Pero nadie puede enterrar los recuerdos. Ni siquiera en el fondo del mar.

Yo quiero que las que fueron mis parejas sigan cerca, aunque se despierten con otra pareja en otra parte. Ellas me ayudaron en este tránsito de ir envejeciendo. Además, está bien pensar en alguien más, salir de esta madriguera para uno y caer en la cuenta de que doblas las sábanas tal y como ella te enseñó. Solamente los muertos de verdad son tierra. El resto vamos acercándonos a eso con el viento en contra. Aquellos que entierran a su pareja en vida me ponen triste. Los abrazaría para hacerles entender. Los entierros guardan un misterio. Las rupturas desvelan lo que una vez vivió enterrado. Qué extraño, qué humano. Es lo mismo.

Ilustración: www.sargamgupta.com

Ya nunca estaré sola

La soledad da más miedo que la muerte. Ese miedo es el que arrastran los amigos a la espalda, cuando miran desde abajo y tienen que volver a casa solos. En casa nadie los espera, o si hay alguien nunca los espera a ellos. Los perros dan amor para ser alimentados; los gatos necesitan su ración de pienso. Porque la soledad llega a disfrutarse y al disfrutarla alguien la sufre. Todo depende de la vida y sus necesidades. Ana dice «ya nunca estaré sola». Sabe que es mentira. Se está sola también siendo una madre, porque la maternidad es un sueño. ¿Y cómo soñamos?

El problema de estar solos son los otros. Uno termina por acostumbrarse a sus ojeras, a su cuerpo bajo el agua, pero a la estupidez ajena… Poco a poco, las prioridades de la soledad intercambian personas por animales, animales por cosas. Al fondo, el tiempo. Queda así en una balanza de todo lo invisible: cosas y animales. Ana sabe que, en su soledad, ella es alguien. Para la masa, Ana siempre estará sola. Ni diosa ni bestia, fieramente humana, fieramente sola.

No hay nada mejor que estar solo. Sentirse solo es sinónimo de pena. O se comparte o uno se muere, aunque crea que evitando repartir el aire se vive dos y hasta tres veces. Qué poco sabemos de la soledad, cuántas cosas sabe ella de nosotros. Si me dan a elegir entre un mundo para mí solo y un mundo contaminado por la gente prefiero lo segundo. Siempre. En la soledad hay risas, cine, plantas frente al sol del mediodía. Entre la gente queda lo único que nos da sentido. Ana, que la soledad te deje sola. Por fin podrás reír estando acompañada.

Ilustración: Guy Billout

¿Es posible enamorarse de un desconocido?

Claro que es posible enamorarse de una desconocida, Luis. Sucede por obra de la química. Todo en una noche corta, con su baile y un desayuno nunca consumado. En eso consiste el enamoramiento, en moverse hacia la luz de alguien que nos representa y vive en otra parte, dentro de los párpados y aún más lejos. La música apaga el ruido, el mundo arde en respiraciones tibias. Será enamoramiento si necesitamos ser correspondidos a cada segundo. De lo contrario, no habrá menciones a los hijos o a un matrimonio cara al fuego. El enamoramiento es ahora, todo ahora, aquí todo. Y estas promesas solo se le hacen a una extraña.

Su nombre envenena los sueños y el tiempo pasado estando juntos. Regresa a las sábanas como la saliva. Solamente al conocer a alguien de verdad sentiremos el amor como cuidado diario. En el enamoramiento se hace patente la destrucción de dos que dejarían todo y quieren saber todo de una incógnita: comidas y ayunos, nombre, flores de mercado y apellidos, hora de nacimiento y una previsión exacta de la muerte. Será enamoramiento si se cuenta a los amigos y al espejo. De pronto, quedar no cuesta, aunque sea al otro lado del Atlántico. Adiós, pereza.

Recomiendo el enamoramiento como experiencia única. El cuerpo deja de doler, la cabeza palpita con cada mensaje, la dopamina pinta de rojo los domingos. Y uno, por fin, está de acuerdo con la vida. Aparece el miedo. Pero un miedo por la pérdida del otro, miedo de que no conteste si le llamas, miedo de no poderle hacerle una canción de miedo. Y decir te necesito alcanza la gloria del pan de cada día. Por fin sentir parece justificado. Ella no está, Luis. Pero ella soy yo. Y a los dos os quiero.

Ilustración: Guy Billout