De la puta cultura del esfuerzo

«Esfuérzate», ese mantra. Del niño en el aula al adulto más bien triste, del trabajo a la pareja. Toda acción —en principio— implica esfuerzo, y de esfuerzo en esfuerzo vamos… y así vamos. Cierto, la contrapartida de consola y porros es aún peor, aunque las teorías, normalmente, se definen estando cómodos y por el aire. Problema: penar ha alcanzado el rango de cultura, y claro, solamente los currantes tienen éxito. La contrapartida es el castigo merecido, que se parece mucho al mérito. Esfuerzo como fin, comienzo de todo mal en la Tierra.

Porque nadie nos dijo (en un descuido) que, por mucho que se luche por un sueño, lo normal es no lograrlo, como si hubiera que esconder la realidad de las pequeñas cosas, esos anhelos inalcanzables incluso ya alcanzados. Será el miedo a crear frustración, desencanto, futuros invisibles, tres palabras y un adjetivo que definen nuestro tiempo. La desigualdad social gangrena el día y su afán, de ahí que haya que mantener la fe de los más jóvenes de cualquier manera. También a base de mentiras. Y señalándolos.

Resulta que una parte fundamental del esfuerzo personal no revierte en uno mismo, sino que se evapora en el mercado, precisamente el único con capacidad para decidir quién vale y quién repone las estanterías del Carrefour. En ese punto, con música ligera de fondo y el halógeno sobre las pestañas, uno ve claramente que cualquiera vale para esforzarse. El verdadero talento reside en fracasar manteniendo el entusiasmo intacto. Doy fe y sombra.

Ilustración: Guy Billout

Echar de menos

Puede que perder a alguien al que has querido bien se parezca a la muerte. Al menos los primeros días, estaciones. La extrañeza pesa como el mármol porque, si él o ella no está, tú ahora tampoco. Entonces te desvelas siendo todavía noche, más solo, más flaco. A tu lado yace lo que fuiste una vez antes, huesos, hueco sin reemplazo. Poco importan las palabras, menos el tiempo. Echar de menos cuenta como enfermedad. Remediable, eso sí. El mundo ahí fuera se vacía, es esa cama con dos almohadas, una sin pelos.

Sentir la falta recuerda a la nada en un domingo. Extrañas la ternura entendida como bálsamo, única porque procede de ese rincón secreto, de dos a los que nadie ve salvo las paredes de una casa. La confianza se construye con abrazos y algo de mortero. Ni siquiera los amigos pueden dártela, aunque lo intenten. También extrañas la locura de poder ser tal y como tú te miras, con el otro cerca, con todos los defectos y el brillo de los ojos aún intacto. El rastro se intuye en la pintura, en el recuerdo. Será que vives.

Así echas de menos, creyendo que nunca nadie podría hacerlo de la misma forma, ni siquiera el extrañado. ¿Cuánto tiempo puede durar una costumbre? Con esta duda vamos dejándonos atrás, más despacio que el tiempo, con los días y su afán tapando la grieta… a pesar de que te conduzcan indefectiblemente al otro, ese que ya no está, que fue, que respira bajo un cielo sin aire. No hay nada peor que recordar un tiempo feliz en un instante triste. Y a pesar de ti amanece.

Ilustración: Guy Billout

Todo por la Patri

«Todo por la patria». Muchos crecimos con esa frase. Estaba escrita en la pared del cuartel y la boca de supuesta gente de bien. Si ya el todo implicaba algo inconmensurable, la patria, lugar en el se ha nacido o al que se pertenece, era una entelequia. Porque, ¿dónde comienza o acaba si no es en la imaginación de cada uno? Puede ser una fosa, el mar, para otros el planeta entero, para una inmensa minoría un sinsentido y el origen de todo mal endémico. De ahí que celebrar su día venga envuelto en peleas y colores, los de siempre, y la sensación de que a alguien le interesa este enfrentamiento con forma de costumbre. Muy raras la patria y la hispanidad.

Queda claro que el orgullo tiene que ver con el exceso. Así se hace historia, equivocándose peor. Desde el aire nada hace presagiar tanto lío. Hay nieve, campos, los coches parecen hormigas y después de una montaña viene otra. Ni rastro de fronteras ni logros, de descubrimientos ni éxitos. En todo caso se le ganó terreno al verde, es decir, la civilización es prima hermana de la destrucción. Y riman. Que sea fiesta porque estamos vivos y podemos contarlo. El sol brilla.

Por esa razón habría que celebrar sin grandes despliegues, como mucho diez cervezas y a casa, acordarse de la Patri, esa chica gorda que me miraba desde el autobús como nadie me ha mirado nunca. Queda claro que hay que mantener vivas a las personas, también a los muertos, porque si la patria tiene mérito será gracias a ellos. Al final recurro a Ovidio, romano y además poeta: «El amor a la patria es más patente que la razón misma». Pues eso, un cuento español, otro cuento.

Ilustración: Guy Billout

Querer algo normal

Normal. Que fluye y ocurre espontáneamente y por esta razón es aceptado, lo común, lo que no afecta ni molesta a la propia persona ni a los demás. De tanto ansiar la normalidad hemos vaciado su carcasa. ¿Que qué es lo que quiero? Salud, un piso con luz y plantas que den flores, realizarme en el trabajo y terminar a las seis para hacer compra, ver películas con alguien que me aguante hasta los créditos… Porque, a pequeños rasgos, esta extravagante aspiración de todos denota falta de imaginación. Querer algo normal es imposible, más aire.

Y es que normal procede de las matemáticas y la escuadra de un carpintero, perpendicular, ángulo recto, perfección que mide la belleza. Nada que ver con gente que quiere, no se quiere y abandona, que no sabe y si sabe se aburrirá pronto. Así son las cosas y, siendo normales, las cosas son lo que tienen que ser. Pero, ¿por qué resultan tan inalcanzables? Por el poder concedido a esta palabra que promedia el mundo. La norma, un matrimonio con dos hijos rubios sonríe frente a una casa con jardín muy verde. Flash de foto, una mentira.

Aspiramos a ser normales sabiendo que la normalidad, en el fondo y la forma, es una mierda. En todo caso, querremos que lo próximo sea más de andar por casa, ya que el pasado y el presente parecen hechos a la contra. Quizás por eso nos ponemos una braga limpia cada mañana, colocamos los pies en el asiento para evitar la mirada de otro pasajero, dientes cepillados siempre en vertical. Anochece. Así nos pasamos la vida, huyendo de la costumbre para enfrentarnos al único miedo que da miedo, aquel de ser como los demás. Pues eso, plantas que den flores, lo normal, otro milagro.

Ilustración: Hiroshi Nagai

Cuando tu mundo desaparece

El mundo nunca fue uno, sino todos. Ni siquiera antes del primer destello. Desde entonces, los peces, las copas de los árboles y los seres silenciosos han visto desfilar universos infinitos, héroes. Creyeron que nada cambiaría. Porque ya se sabe que la juventud implica una mentira, como si lo que sucede no fuese más que un problema ajeno. Una mañana, ya adultos, reciben la noticia. Luego les invade la pena. De noche, se acercan a la ventana con el estómago vacío y observan los restos del primer destello. Orfandad siempre sin sol. Nada que ver con los vínculos de sangre. El ídolo ya no respira. El mundo es otro, suyo.

Ocurre en intervalos irregulares. La muerte tiene esas cosas, que insiste sin avasallar. Quizás por esa razón nos avergoncemos de haber pensado que Lanegan, Marías o Godard estarían siempre. Presentes desconocidos. Se dejaron escritos, también en imágenes y notas, y a ellos volvemos cuando queremos entender qué es esto que nos sucede y daña. Por su culpa supimos lo que no queríamos. Saber lo que queremos resulta inasumible. Entonces el cine, la música, los libros con arena de playa entre las páginas cumplen una promesa que nunca hicieron.

Necesitamos creer que nada cambiará, gran forma de engaño. Lo contrario implica adaptarnos a un espacio virgen, con el perfil del cuerpo, pero en una postura hecha de escorzos. Las transiciones están llenas de melancolía. De ahí que algunos opten por quedarse rezagados. La tarde, mientras, anticipa madrugadas. Después, los párpados se encargarán del resto. Sí, yo también soy copa de árbol, un pez, otro ser silencioso que añora el mundo que se va perdiendo. Por eso sigo, de otra manera sigo siendo. Y está bien.

Ilustración: Guy Billout

El otro lado del dolor

Cerró las ventanas hinchando los pulmones. Las cortinas fueron migas en el aire. Se apagó la calle Atocha al otro lado. Cualquier lugar puede ser el centro de la Tierra, una habitación cercada por una vela que convierte esquinas en arena, un colchón. Entonces me pidió que me tumbara. «Aquí, entre mis piernas. No, tonto, de espaldas». Obedecí. A veces, uno se pierde en la penumbra, en la piel del otro, reflejo de aspiraciones fieramente humanas. Sus dedos en mis sienes, el movimiento concéntrico, lento, sin despertar a los pájaros. Resulta que el dolor prolongado otorga dignidad, la de los viejos. Con ella, la idea de que solamente el placer nos hará felices cuenta mentiras.

Disfrute y fruición, búsquedas de euforia y material idílico… todo eso sirve si cerca, agazapado, hay un contraste. ¿Por qué deseamos lo que deseamos? Porque podemos perderlo, incluso algo peor: olvidarlo. Con la aflicción y el desgarro se construye el vínculo que nos une a la realidad, la de los días y su afán, más aún cuando la pena mengua y recompensa con momentos cotidianos con fondo y forma de milagro. Esos dedos fueron una ofrenda que pudo pasar desapercibida en circunstancias más favorables. No es el caso, sino el tacto.

La pena sin mitificar se parece a una meditación sin gurús cerca. Nos hace conscientes del hueco que ocupamos en el tiempo, de la falta y el latido. Si hemos sufrido reconocemos el otro lado, vivimos lejos de las pantallas, de ahí que apreciemos un rastro de hormigas o la voz de Sade cerca, muy cerca. Luego están ellos, los amigos que preguntan, una hermana, madre con voz de preocupada y mar al fondo, raíces a salvo del incendio. Vuelvo a esa habitación mirando el techo, o ella vuelve a mí observándome desde lo alto. Entonces agradezco con más fuerza el hecho de seguir, aquí y ahora, todavía. Será porque ya duele algo menos, será por esos dedos mientras el mundo gira, gira y gira.

Ilustración: Guy Billout

No leas más noticias

Prendemos. La palabra vergüenza acapara lo desalojado y un sol de mechero arde por arriba. La quemadura se produce al querer informarse, leer un titular en caracteres o tinta, al buscar otro contacto de la piel y lo que sucede cerca, quizás ese otro lado que no es piel. Todo cenizas, desesperanza, pescadores disparando a la punta de un iceberg. El agua de los cascotes polares a precio de champagne. Galicia lleva un mes sin charcos. ¿Dónde están las noticias para humanos? Resulta que ni los periodistas quieren ya leerlas. A nadie le hablan porque, de hacerlo, hundirían al mundo en su propia bilis. Y ya estamos hundidos. De ahí las maniobras de escapismo, el verano.

Evitamos la repetición diaria, aunque los días se sucedan. Vivir como forma más perfecta de desaliento. Lo confirman las encuestas: a mayor drama, mayor sufrimiento para el lector, vidente. Informar no puede ser solamente eso. Cierto, el mundo es digital, pero vinimos a él de entre las piernas de una mujer. Algunos quieren comprender, por qué, ordenar el movimiento de rotación previo a la calma. Diagnóstico: estrés postraumático. Mejor mirar hacia dentro. En eso consiste la noticia, en cerrar los ojos.

Este verano comienza bajo de esperanza porque sabemos que terminará peor. Cierto, en algún momento, antes, pudimos variar su curso. Ahora también, pero tanta rabia acumulada entierra la curva, produce monstruos en la carretera. Detrás de esa duna estaba el mar, estoy seguro. La noticia como mercado, la noticia como servicio. Mientras, el tiempo a lo suyo, la información y su mella, el conocimiento quedándose sin aire. Nuestras opiniones se encargarán de contaminar los últimos parajes vírgenes. Es el naufragio, y a pesar de todo, seguimos agitando los brazos ante la vida.

Ilustración: Guy Billout

Sobre la bondad

Menos verdad, ser buena gente, que la bondad sea lo único que queramos imitar. Lema a tatuarse en tinta mágica. Porque conducir un Tesla, el cubo de basura para bricks, comprar justo… demostraciones que apuntalan la reputación, algo vistoso. La bondad, en cambio, va del tórax al cerebro, florece a oscuras como forma de inteligencia poco reivindicada, humilde. Se siente, es algo sin llegar a concretar el qué. Mano, ¿la sombra que da agua a los perros?, palabras sinónimo de abrazos. En ese punto de encuentro, la razón se sorprende de lo que es capaz de hacer por sí misma. Hacer el bien, ¡qué mejor forma de deshacerse estando vivos!

Bondad para que la felicidad comparezca en esas personas de las que la gente habla. Todo altruismo pues se prescinde del interés propio para ampliar la satisfacción de una hermana, de un pez, también de un enemigo. Bondad envuelta en la gratitud que crece mal en las alturas y vive apegada al barrio como extensión de este mundo de muchos. Bondad frente a barbarie, bondad contra likes, bondad en el espejo cada día. Bondad, qué bonito nombre tienes.

Siendo bueno la aspiración de ser mejor se acerca. Salir ahí fuera, luz, más luz, observar lo que no nos gusta, que es mucho, moldearlo para convertir la estupidez en un intento de remedio. Es posible racionalizar el sentimiento, creo, con paciencia, paciencia bis y hábito. ¿De qué hablamos cuando hablamos de bondad? De amor en acción, de virtud, de empatía en las costuras. También del único trabajo al que merece la pena consagrar la siesta. Superioridad bien entendida. Ser bueno en el buen sentido se parece poco a hacer el bien. Qué mal endémico tan grande no intentarlo.

Ilustración: Guy Billout

El futuro como refugio

Nunca fue buena idea diseñar futuros. En ellos hay una promesa elevada a una potencia, es decir, cielo, lumbago, cristales. A pesar de la advertencia, y ya de niños, nos empeñamos en seguir dándole color, forma y heridas. Vivir posibilidades en lugar del verbo solo. Así sepultamos castillos y playas, miramos al frente dejándonos atrás, o al menos una parte que sucede como se suceden los trenes que atraviesan campos que atraviesan estaciones. Porque pertenecemos al porvenir, por mucho que insista el monitor de yoga. Sin embargo, no todo va a ser malo o peor. Cuando la realidad nos va a la contra, podemos hacernos un ovillo, una paca de paja, lo que queramos, arder en el incendio del verano, refugiarnos en el humo de la próxima estación.

El tiempo entonces muta. El salón y su paisaje necesitan una mano de pintura, quizás sábanas nuevas, gasolina. Cambios. Futuro como casa, refugio que recibe a todos, incluso a los que mueren al otro lado de la valla. A las pruebas hay que remitirse. El dolor de ahora, de misa diaria y parpadeo, se disuelve en el transcurso de las tardes hasta convertirse en una sonrisa si encadena meses, noches, después años. ¿Ves? No lo viste venir, por eso sonríes sin darte cuenta, ahora, sí, ahora.

Queda claro que tu biografía no equivale a tu futuro, tampoco eres ni serás el mismo, exceso de velocidad y circunstancia. Entonces recuerdas lo malo cuando lo peor quedó atrás. Las ruinas se fueron llenado de vegetación, también de sombra y carreteras. De ahí la insistencia de reunirte con el futuro. «He cambiado», dices, aunque él intuye el tuétano y esa manera tan tuya de andar con prisa. Le dices que sigue siendo tu refugio, el lugar que mojas cuando lloras. Ahí, bajo el aire cargado de promesas os dais un abrazo largo, cálido. Ya es pasado, por eso lo echarás de menos.

Ilustración: Guy Billout

Cuando ser amigos significa FIN

Con un amigo se comparte intimidad, secretos a salvo de uno mismo. Con tu compañero repartes trozos de vida íntimamente, puede ser también silencio… extraña forma de ser felices en la felicidad ajena. Con un amigo hay un amor incomprensible a veces. Con tu compañero hubo enamoramiento, amor de piso y cooperación en lugar de competencia. Con un amigo vuelas alto, tropiezas en edad y lejanía. Con tu compañero la debilidad es esa forma de quererse entre zonas comunes y espejos a salvo de miradas. ¿Qué sucede cuando el socio quiere ser amigo sin mezcla de erotismo? Que la amistad mata el amor, la pareja mustia, muere. Las plantas seguirán creciendo en la cocina. Ser amigos como forma de final, ¡qué peor tragedia!

En ese instante, todos recibimos el golpe de la misma forma, un ciervo en medio de la carretera, resplandor, impacto. Si tengo amigos, ¿por qué habría de tener uno más que pide serlo? No lo vimos venir, tampoco hubo esas primeras veces en las que descubrir en otros una extensión de lo que somos o queremos ser, margen de mejora. Simplemente llega su cuchillo. En cambio, la persona que lo clava respira aliviada. La herida en el que deja de querer: carga en vida. Resulta que la carga eras tú, amigo.

Entonces llega el momento de la duda por haber perdido el tiempo mucho tiempo. A veces años, décadas con niños corriendo por la casa y la promesa de compartir fosa. Cierto, la amistad abunda menos que el amor, una palabra malgastada por las circunstancias y la prisa, sístole, diástole, sin embargo, poco consuela intercambiar noches diarias por mensajes de texto o una felicitación en fin de año. Esa es la amistad que se propone de momento, otro final. Menos significa nada o un recuerdo. Ser amigos, abrazo tibio del amor entre exparejas, verano como preludio del invierno.

Ilustración: Guy Billout