Más allá de la ola de agravios comparativos entre eventos veraniegos y la evidencia cada vez más patente de que el virus, además de matar, subraya las diferencias de clase, este tiempo aciago que todos padecemos ha dejado bien claro que lo de torear no solo se practica en el ruedo, sino que hace lo propio con la ley y su silencio. De esta forma, los diestros reciben un baño de masas sin distanciamiento obligatorio y los músicos sufren para conectar con un público convertido en cera, divido entre la contención individual y la responsabilidad colectiva. Claro, la tauromaquia es arte porque hay muerte; la música simplemente ocio… y por eso languidece.
Y es que la sangre ha delimitado una barrera que, hoy por hoy, parece insalvable. En la plaza se congregan políticos y empresarios mientras que a los conciertos —con la excepción de los de Taburete— asisten curritos con ganas de evadirse. La épica contra la hípica de andar por casa, el haiku contra el sudoku, la clase dirigente frente a los pagafantas.
Con el paso de los días, la distopía respiratoria de este 2020 despliega ante nosotros toda la fuerza de la selección natural (Charles Darwin, 1859) aquella en la que no sobreviven los más fuertes, sino los mejor adaptados. Precisamente esa teoría es revolucionaria porque nos obliga a aceptar nuestro lugar en el mundo. Así el traje de luces aglutina a la minoría ciega mientras el músico comprueba que el universo es sordo a sus demandas, con la excepción, de nuevo, de Willy Bárcenas, un torero metido a cantante que ha conseguido lo imposible: poner al sector cultural de acuerdo en algo. Lo dicho, selección natural, privilegios y putas mascarillas. Seguimos con la ronda de perdones a toro pasado.
