De toros, ocio musical y putas mascarillas

Más allá de la ola de agravios comparativos entre eventos veraniegos y la evidencia cada vez más patente de que el virus, además de matar, subraya las diferencias de clase, este tiempo aciago que todos padecemos ha dejado bien claro que lo de torear no solo se practica en el ruedo, sino que hace lo propio con la ley y su silencio. De esta forma, los diestros reciben un baño de masas sin distanciamiento obligatorio y los músicos sufren para conectar con un público convertido en cera, divido entre la contención individual y la responsabilidad colectiva. Claro, la tauromaquia es arte porque hay muerte; la música simplemente ocio… y por eso languidece.

Y es que la sangre ha delimitado una barrera que, hoy por hoy, parece insalvable. En la plaza se congregan políticos y empresarios mientras que a los conciertos —con la excepción de los de Taburete— asisten curritos con ganas de evadirse. La épica contra la hípica de andar por casa, el haiku contra el sudoku, la clase dirigente frente a los pagafantas.

Con el paso de los días, la distopía respiratoria de este 2020 despliega ante nosotros toda la fuerza de la selección natural (Charles Darwin, 1859) aquella en la que no sobreviven los más fuertes, sino los mejor adaptados. Precisamente esa teoría es revolucionaria porque nos obliga a aceptar nuestro lugar en el mundo. Así el traje de luces aglutina a la minoría ciega mientras el músico comprueba que el universo es sordo a sus demandas, con la excepción, de nuevo, de Willy Bárcenas, un torero metido a cantante que ha conseguido lo imposible: poner al sector cultural de acuerdo en algo. Lo dicho, selección natural, privilegios y putas mascarillas. Seguimos con la ronda de perdones a toro pasado.

Ilustración: Mrzyk & Moriceau

No se le roba a un músico

En el mundo del arte todos somos libres de robar (y no copiar). Es más, sin esas supuestas libertades, ‘préstamos’ y licencias que músicos y compositores se toman no sería posible sorprender a oyentes y ‘haters’ por la misma razón que decorar el mundo no se concibe sin una mirada previa al pasado, en su forma más acuosa y aventurera. Sin embargo, acostumbrados a tanto foco y gloria efímera, y ahora que las Navidades nos desvalijan un año más con sus estrellas fugaces, peones disfrazados de reyes y algún regalo con olor a mandarina, es el momento de dejar bien clara una cosa: no se le roba a un músico. Repito; no se le roba a un músico.

Y con esto hago referencia a los desfalcos que cada dos por tres sufren las bandas cuando cargan o descargan durante el concierto de marras. Ahí, en esa intersección entre la calle y la rampa —de acceso al local de ensayo o la inmortalidad—, este colectivo dislocado representa el ideal democrático al que la audiencia aspira. Y da igual si ésta la conforman papá y mamá o agotan las entradas en el Wizink porque todos ellos — Taburete incluidos— han invertido ahorros, tiempo y esperanzas en un equipo que, de pronto, se desvanece para desplegarse a los pocos meses en el escaparate del Cash Converters, justo al lado de la leyenda «¿Eres ganador o perdedor?».

Es gracioso porque los músicos siempre pierden, incluso cuando el paso del tiempo les homenajea. Infancias solitarias, incomprensión familiar por dedicarle más horas de lo recomendado a la «dichosa guitarrita», buitres con traje de representantes, descargas ilegales, promotores aprovechándose del entusiasmo a coste cero, liquidaciones de las ‘multis’ de un dígito y medio y mucha diversión… así es su vida. Por favor, ladrones de instrumentos, ténganlo en cuenta antes de adueñarse de lo ajeno y salgan del país lo antes posible. Jorge Ilegales les busca, les encontrará, les triturará y les incluirá en su colección de casetes piratas.