Es en la ternura que existimos. Dentro de ella es posible ser nosotros, también lo oculto por miedo a que nos hagan daño. Porque la ternura se manifiesta alrededor de alguien que necesita calor para desperezarse. De lo contrario, muere en nuestro cuerpo tibio. Pocos quieren mostrar su flanco de cristal, ser juzgados por frágiles o flores de garza blanca, definición del humano con apegos. Descansa en la ternura, niño. Qué mejor forma de seguir latiendo, de aceptar tu imperfección perfecta.
La ternura es revolucionaria, nunca efímera, se rebela contra la pasión porque carece de segundas intenciones. De ahí que trence lazos deshilachados, invisibles. Sin ternura resulta imposible entregarse a los demás, también a uno. Porque uno es lo que es. También lo que no quiere ser o nunca se atrevió a decir en alto, no por tratarse de algo vergonzante, sino porque admitirlo implica alejarse de los héroes. Y los héroes nunca lloran. Tampoco escuchan.
El corazón tiene cerebro porque tantea lo que es importante para el otro y lo convierte en una mirada, en una mano sobre la frente, puede que en una palabra justa. Cuestión de supervivencia. También de amor, de madres y de gatos recién paridos. Hay que esparcir ternura, dejar su reguero en actos insignificantes que dan sentido a todo lo vivido y lo por vivir. «Ni luna ni siquiera espuma, nos bastan dos o tres segundos de ternura». Nos bastan. Y el tiempo deja de pasar en un abrazo.

Ilustración: Darek Grabus