La gran rueda se ha detenido y Mary sigue ardiendo. Porque no sabemos si Tina Turner era la mejor, pero sí la última salvaje en una industria donde lo que representan sus artistas empaña lo que realmente son. Tina fue Anna Mae, la hija de una madre de hielo, un rayo, un rezo, un ejemplo empapado en sudor. Y no precisamente por sus discos (si alguien recuerda el título de alguno que levante la mano), sino porque convirtió el escenario en tabla de salvación, la suya, la nuestra.
Estando viva dijo «esto es lo que quiero en el cielo: palabras que se conviertan en notas para que las conversaciones sean sinfonías». Nunca sabremos si voló tan alto, aunque la vida mejora considerablemente al escucharla, ella tan libre, tan de la música como milagro cotidiano. Al parecer su infancia y su vejez trajeron un daño irreparable. Entre medias una sonrisa para siempre, cientos de pelucas y la sensación de que algunos cantan mientras que otros cantan para espantar sus males lejos, muy lejos. Algo tendrá que ver el amor en todo eso. Ahora Tina está muerta. Por eso vivirá siempre.
Al escucharla es más fácil creer en la vida eterna, como si su voz desvelara los secretos más profundos. Quizás por esa razón nunca pasará de moda. Ahora volverá a las listas de ventas, sus canciones parecerán recién grabadas y el mundo seguirá a lo suyo, insistiendo en girar en dirección contraria. Cuando sea mujer quiero ser Tina, aurora indómita de un tiempo sin días y sin noches. Se acabó la fiesta, cerramos la jaula, silencio.

Ilustración: Ty Wilson