No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que la sociedad está cambiando, y además a toda hostia, no se sabe muy bien si debido a un acto reflejo de los dedos de los adolescentes sobre pantallas de ITO y vidrio o a que simplemente el tiempo se comprime cada vez que cumplimos un día más de vida en la tierra, y por lo tanto, uno menos.
Lo ves en un metro repleto de zombies en sandalias que hablan por Whatsapp antes de compartir su centímetro cuadrado en el vagón, en el puritanismo extremo que se instala en la mente de todos nosotros —censores involuntarios de actos y palabras supuestamente molestas—, en la humanización de los animales ahora convertidos en substitutos totémicos del hombre, un ser repugnante que renuncia a comérselos, pero los carga en una mochila sobre el pecho, al lado del corazón, imitando a una madre que camina con su hijo recién nacido dormido entre sus lácteos senos.
¿Y qué decir de esos millennials orgullosos que reivindican un mundo para ellos al margen del resto, viejos decrépitos a los cuarenta incapaces de entender cómo coño unas mallas de ciclista pueden ponerse de moda y afearse sea sinónimo de estar en la puta movida?
Es cierto que aspiramos a una sociedad más humana y civilizada, a un trozo de tierra donde la naturaleza deje de estar al servicio de los intereses empresariales, a una ciudad sin humo en la que las corridas de toros sean un pasatiempo de nuestros abuelos, seres primitivos en trajes de domingo, sin embargo, en el proceso perdemos la esencia de lo que somos en realidad, un trozo de carne a mitad de camino entre la uniformidad y esa chispa que nos permite ver que no todo es tan bonito. Y de pronto, como si se tratara de una profecía, recuerdo las palabras de Renton: «El mundo está cambiando, la música está cambiando, las drogas están cambiando, hasta los tíos y tías están cambiando. Dentro de unos años no habrá ni tíos ni tías, solo gilipollas».
