Isabel Medina Peralta, ha nacido una estrella

Así nacen las estrellas del tiempo moderno. Salen en la pantalla de un móvil, acaparan conversaciones en grupos de Whatsapp y después desaparecen como un pedo con mucho aire. La de hoy se llama Isabel Medina Peralta, es dueña de unos labios como las cerezas, odia al judío —no a los judíos— y se define como nacionalsocialista de ideología, pero fascista de cuerpo entero. Nada de nazi, ¡seamos, precisos por favor! Con estas credenciales se presenta en sociedad, una entre muchos hunos rapados, carne de dieciocho años arropada por gente y pocas personas. A pesar de todo, la puesta en escena es tan escandalosa, con los de la División Azul a tope de endorfinas, que a muy pocos se les ha pasado por la cabeza que todos a su edad éramos igual de gilipollas, quizás menos fotogénicos. Eso sí, nadie nos entrevistaba.

Ahora estará en casa, mirando Twitter, preparándose para ir a la cárcel y escribir un libro que será un best-seller tan mal escrito como Reina Roja, aunque de distinto color. Suponemos que antes de dar ese discurso maníaco nadie le avisó de que «el sabio no dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice», al igual que es muy probable que desconozca que detrás de su nombre y apellidos se esconden judíos, árabes y toda esa bazofia de la que habla. Está claro, la chica ha estudiado, aunque no queda tan claro cómo.

Más allá de consideraciones históricas y diarreicas parece evidente que toda la atención recibida se debe a que es guapa y además mujer, lo que amplifica la pena. Y da igual que nombre a Nietzsche, Wagner y Heráclito para demostrar lo inteligente que es —desde luego es la más lista de los asistentes a un homenaje que incluía abogados, sacerdotes y dos premios Nobel de fumar— porque ella sóla representa al fascismo más banal, la enésima resurrección de un movimiento blanqueado que asume las formas contemporáneas para su mensaje de odio, filtros y mentira. Eso sí, en 2020 esta mentira ya no está contada por matones. Pena con pena y pena vivo.

Ilustración: She wolf of the SS

Viviendo en el colapso

Hace meses que vivimos en un colapso. Poco importa que prescinda de las formas de esa gran catástrofe, el resplandor sordo, un ejército de zombies alrededor de una niña escondida debajo de la cama. En lugar de épica hemos de conformarnos con acontecimientos macabros pero invisibles, tormentas de nieve al cubo y ataques mal parados que podrían significar algo más de lo que en principio podríamos llegar a admitir. Quizás, y recalco el adverbio de duda, se trate de la confirmación del fin de un ciclo, la caída de una civilización industrial estirada hasta sus últimas consecuencias para terminar imponiendo una obviedad contra la que rebelarse: hasta aquí hemos llegado.

A partir de ahora, y siguiendo la teoría de Olduvai, parece plausible asumir que la sostenibilidad es ya un concepto del pasado, por lo que deberíamos comenzar a pensar en alternativas a la cotización en bolsa del agua, la escasez de petróleo y el proteccionismo de unos países encerrados fuera de sí mismos. Propuesta por el doctor Richard C. Duncan en 1989, la teoría cuenta con muchos detractores y, más allá de consideraciones apocalípticas, prescinde de la tecnología para diseñar con píxeles un avenir de edad de piedra poscovid. ¿Ciencia ficción bajonera? Puede ser. ¿Algo huele a podrido en el planeta de los simios? También.

De entre todos los obstáculos que nos frenan, destaca la falta de confianza en nuestros supuestos líderes, incapaces, enzarzados en una continua bronca de Twitter al margen de la ciencia. ¿Por qué si hemos entrado en barrena ellos se empeñan en continuar por la misma senda, persistir en los mismos errores? El pobre Taylor gritaba aquello de «¡Maníacos! ¡Lo habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos!» frente a una Estatua de la Libertad semienterrada. Cuesta comprender que sólo confrontando la realidad seremos capaces de cambiarla, de escupir el colapso del día a día.

Ilustración: GIF

Nunca volverá la normalidad

El asalto al Capitolio de Estados Unidos representa ese esguince con el que entramos en 2021, secuela de un año infame. Y es que el regalo bajo el árbol, envuelto en sesgos y luchas fratricidas por el control del discurso, no podría estar más envenenado. Será porque el remitente es Trump, ultra de los fines a cualquier precio, vida mediante. Porque aquí de lo que se trata es de romper el gobierno por y para el pueblo, ¡qué sabrán ellos!, desacreditar las instituciones corroídas por el cáncer del poder e instalar en el imaginario colectivo —70 millones de votos le «avalan»— la posibilidad de un nuevo orden de corte fascista por sufragio universal. Todo está permitido, incluso los disfraces de vikingo frente al retrato de los padres fundadores de una patria convertida, como nunca en sus 245 años de infamia, en un episodio de la «Guerra de las Galaxias«.

Mientras tanto, los españoles debaten sobre el tema con la condescendencia de costumbre, reafirmados en la imposibilidad de que un fenómeno de estas (extravagantes) características pudiera reproducirse en el cortijo de Paco «el bajo», Don Pedro, Charito y el señorito Iván. Sin embargo, el sector próximo a los 26 millones de fusilados no ha tardado en intentar apropiarse de la ficción, y ya lo compara con lo sucedido en Cataluña el 1 de octubre o el rodeo al Congreso alentado por Podemos. Los dedos tampoco dan para echar cuentas: cuatro muertos, uno de ellos con una bandera del presidente saliente amarrada al cuello.

Con la verdad fuera del espectro, da miedo comprobar cómo los hechos consumados prevalecen por encima de las reglas del juego, cómo un golpe desprovisto de épica es exactamente lo que el fascismo necesitaba, la oportunidad soñada que despierta envuelta en sangre sobre una moqueta de las caras. Alguien dijo que «si Estados Unidos viera lo que Estados Unidos está haciendo en Estados Unidos, invadiría Estados Unidos para liberar a Estados Unidos de la tiranía de Estados Unidos». La nieve es tendencia en Twitter, nada volverá a ser como antes y en 2021 seremos testigos de varios gobiernos ilegítimos proclamados en nombre de la democracia del Titanic. Ahora sí: feliz año a todos.

Ilustración: https://edelr.com/