Repito. «Enviar armas para la paz». En cinco palabras se concentra toda la vergüenza de la que somos capaces. Pero así funciona el anuncio orquestado por países salvadores en el que se ha convertido esta guerra, la misma de siempre con otros ojos. De ahí los discursos que apelan a la víscera, a la unión, al qué hacer, qué decir, qué pensar, cuando, en realidad, ya lo sabíamos. Pura épica. Se señala el origen del mal, de repente un tirano imprevisible, y a cambio se le conceden metros y muerte, no vaya a ser que le dé por cortar el suministro y Europa se quede a oscuras. Más aún.
Desde mi casa a 3.635 kilómetros de Kiev, todo se ve turbio o demasiado claro, depende de las nubes y el 5G. Y uno sabe cuál es su opinión, pura ignorancia, pero no sabe qué hacer, de ahí que sean las pequeñas y grandes historias de la resistencia las que nos den la justa medida del sufrimiento. En sus rostros se concentra la única lucha que merece librarse: la lucha por la vida. El resto es ruido de bombas y barbarie en el tablero de la geopolítica, una ciencia dominada por todos mis vecinos.
Resulta que si queremos mantener el equilibrio y la estabilidad en Ucrania y los 194 países que la rodean, hay que velar las armas y guardarlas a buen recaudo. Deponerlas implica renunciar a la paz. Esta contradicción se convierte en nuestra trinchera invisible, por lo que tendemos a desterrarla cada día. Es más, a las 14:00 horas estaré cantando en Radio 3… y el mundo en guerra.
