«Dune» salvará el cine

Volver a un cine después de casi dos años tiene su épica, como si de pronto una especie en peligro de extinción desplegara su plumaje 4K en una pantalla-luna. Es en ese espacio, un poco sombrío, un poco palomitero —olvídate de la manta, el gato y el portátil— donde tiene lugar la epifanía. Y no porque el argumento te eleve por encima de la arena, ni siquiera porque se trate de una producción milimetrada y por tanto tibia, sino porque la película resuena en la dermis durante dos horas y media, al regresar a casa, intentar conciliar el sueño y caer en la cuenta de que la realidad, eso volcánico de todos los días, contiene gente malvada y calva, su propio planeta seco y cientos de gusanos que lo engullen todo, selvas, vidas propias y seres de lejanías. Si sólo te conformas con eso cuando compras una entrada entonces tienes que verla. Bueno, y porque sale Khal Drogo.

Y es que de alguna forma, necesitábamos comprobar que algunas experiencias viejunas (lo son porque implica hacerlo en grupo y pagar con tarjeta) todavía encuentran acomodo en la fase de la distancia. Érase una vez el cine así, emociones y gestos al ritmo de un compás sobre el pecho del espectador, ahora un sueño dentro de otro sueño hecho imágenes. Creímos que la vida era una película, hasta que nos topamos con una certidumbre: nunca quisimos que lo fuera y ahora que llevamos tanto tiempo alejados de nosotros mismos rendimos cuentas al presente.

Cuesta imaginar un mundo desprovisto de Kinépolis, los Verdi o los Renoir, mucho más que una calle sin quiosqueros o una peluquería sin el ¡Hola! Lo llaman presente o futuro, ¡yo qué sé! y, sin embargo, esta nueva versión del libro de Frank Herbert sirve para recordarnos que el cine es un invento del demonio, cuatrocientas butacas llenas, luz al principio del túnel, la única mentira irrenunciable, una de las pocas maneras de afrontar el miedo a oscuras. No os la perdáis, os cambiará. Palabra de «Dune«.

Ilustración: Wolf and Rocket

Las reuniones de vecinos

En esta era de precariedad y aires acondicionados pocos son los propietarios de una vivienda, de ahí que las reuniones de vecinos, epicentro del mal propulsado por la inactividad y el exceso de tiempo muerto, pasen desapercibidas. En un círculo imperfecto y a modo de logia con cojines tienen lugar los mayores desencuentros entre personas que comparten tabique, ascensor y portero, pero que entienden la vida de manera antagónica, el del bajo que recoge la colillas y el tizón de la terraza del ático. Todos ellos comparten metros cuadrados, cierto, sin embargo representan la prueba inapelable de que los problemas colectivos no son, ni de coña, responsabilidad de todos los inquilinos.

Así uno se encuentra rodeado de señoras que han enterrado a sus maridos, damas aficionadas a Verdi y los idiomas y cuyos nombres nos transportan a épocas en las que la colonia se compraba a granel. Maria Elena, Conchita, la señora Rosa y su peinado de mármol, otra que tiene cuatro pisos y un hermano fisioterapeuta, ah, y en una esquina un hombre delgado y de pelo fino. Entonces el volumen de la gresca alcanza el de un concierto jevi, la administradora lee en alto las cuentas y todos marchan de allí con la tensión disparada porque odiar altera.

En las comunidades todo se paga a plazos, el portero es el centro de todas las bilis —más si es rumano— y de vez en cuando alguien lanza aceite hirviendo sobre los más fiesteros, una manera rudimentaria de pedirles por favor que bajen la música, igual que a los chavales del brote de Mallorca. Si uno sobrevive al suelo vinílico y las altas temperaturas llegará a una doble conclusión: el mantenimiento de los ascensores sale por un huevo y para ser un buen vecino es necesario no ver lo que entra y sí lo que sale.

Ilustración: Mrzyk & Moriceau