De los viejos que se creen sabios

Es cierto que nadie quiere saber nada de los viejos. Es más, los viejos odian ser viejos. Porque envejecer implica hacer ruido, observar de lejos un punto azul que es el mundo, con los amigos muertos y cada noche pudiendo ser la última. Pero no todo es malo de viejo. Se cumplen años, algunos sueños, la calma iza el sol por las mañanas y por fin es posible asimilar cosas aprendidas hace tiempo. El problema de los viejos no es la falta de vida por delante o la poca variedad a la hora de vestirse. No. El problema de algunos viejos es creer saberlo todo por ser viejos.

Hay resentimiento en la vejez. Y lo sé porque envejezco sin ser viejo del todo. Los viejos van a la contra del futuro y recuerdan a los niños, sin dientes, sin pelo, sin colágeno. Gracias a la pérdida, ganan en certezas, reafirman sus convicciones y se llenan la boca de glorias pasadas y de lo bonito que fue el Madrid antiguo. Cierto, corrigen defectos de juventud, pero algunos sientan cátedra. No saben que, en realidad, son como los trofeos de caza que adornan las paredes.

A mí me gustan los viejos que juegan a la petanca sabiendo que la vida es esa bola en el aire que cae siempre en el lugar inesperado, que dudan porque somos curiosidad y dudas, que preguntan porque eso es lo que hacen los que saben. Esos viejos asumen su ignorancia, releen en lugar de leer y no tienen reparos en aceptar que su ciclo fue, aunque todavía sirvan para mucho. A esos viejos se les reconoce enseguida. Llevan en los ojos todo lo por vivir, una estela, la pasión del que muere como vino al mundo: sin saber nada.

Ilustración: Guy Billout

Cuidar, respetar, honrar a los viejos

Esos viejos en sus pieles flácidas, de cauce seco, instalados en recuerdos como pupitres al fondo, en sillas de ruedas. Esos viejos a los que se aparta por viejos y mayores. Esos viejos. Porque la novedad manda y ordena, recluye a los pasados a un ángulo muerto a su pesar. Ellos son vida que queda y quedó en alguna parte, que todavía mira hacia lo que nos falta de futuro. Precisamente ahora, con el escaparate del cine concentrado en una hostia, en sus machos y en aquello que nunca debe hacerse, y menos por amor, vuelve Liza Minelli. Lo hace sin haberse ido, envuelta en sus ojos de tormenta y camerino, en canciones que, precisamente por ser clásicas, suenan a recién hechas.

A ella le encomiendan la categoría más importante, claro, la de mejor película. Duda, se desorienta unos instantes porque ya vive encontrada en todo lo vivido y lo que nos hizo soñar. Entonces Lady Gaga, un mito que versiona al mito, la observa con ternura, principio de toda admiración. Liza duda. Gaga se inclina. Liza mira a cámara. Gaga mira a Liza acercando la mirada. «Te tengo», dice la rubia. «Lo sé», responde la azabache. El ganador no importa. Acabamos de presenciar uno de esos milagros cotidianos. Y de pronto, el mundo es un lugar menos hostil, precisamente porque es fósil.

En la vejez está la recompensa, por eso a los viejos se les cuida, se les respeta y se les honra. Viejos.

Oda a los mayores

Ocho de cada diez fallecidos por Covid-19 son mayores de setenta años. Repito invirtiendo los elementos de la oración; el 86 % de los fallecidos son ancianos. ¡Y qué poco importan los años si uno se siente joven! Sin embargo, el virus los encuentra y convierte en roca sus pulmones, al contrario de esta sociedad que prefiere arrinconarlos. Porque al menos los muebles terminan en un punto limpio y ellos, en cambio, son una triste placa conmemorativa, un ramo de crisantemos y un recuerdo. Con su muerte perdemos, una vez más, nuestra memoria.

Ahora se hace más patente que nunca que la juventud está sobrevalorada. ¿Qué es lo que han hecho durante la pandemia? Molestar en casa, preguntar «¿cuándo salimos?», hacer canciones ligeras, tirar de la cadena y pasarse el Fornite, abarrotar unas terrazas que no saben igual porque no hubo primavera. Qué cosas. E insisto, no es la edad, es la cabeza.

Yo soy un hombre que siempre se sintió mayor y por eso quiero honrar lo que hicieron porque tocaba, su labor invisible en un mundo-mascarilla, sus historias, esas manos frías y cubiertas de meandros, el jugo y la llama que ahora son espejo del silencio. El resto seguirá a lo suyo, quemando libros, despreciando la experiencia en la pantalla. Es curioso; todos somos más viejos que hace tres meses, precisamente porque en todos pesan más los recuerdos que las ilusiones. Esta es mi oda a los provectos. Empieza y termina con un gracias.

Ilustración: https://www.yamamotomasao.jp/

¡Viejos y jóvenes, uníos!

Lo recuerdo con dificultad. Yo diría que fue hace una semana. Vivíamos en un vórtice de frenesí individual perpetuo y el estado de alerta no era más que una palabra empleada en tiempos de guerra, con sus noches en las que algunos ignoraban las estrellas y se iban a la playa. Otros, en cambio, hacían acopio de papel higiénico. Yo hablaba por teléfono con mi madre y me contaba que seguía saliendo a comprar el pan y el periódico.

No podía entenderlo. Si el mundo se derrumbaba, ¿por qué los jubilados, con edades comprendidas entre los sesenta y cinco y los noventa y más allá, se resistían a variar sus costumbres, frenar de golpe el paseo diario y la partida con los colegas? Resulta que a los mayores no solo les cuesta más levantarse de la cama, sino que esquivan el cambio, se aferran a lo malo conocido, al mismo desayuno con pan blanco y al día a día convertido en extensión del dominio de lucha.

Los más jóvenes, si es que de verdad lo son, representan la metamorfosis semanal, la adaptación al medio hostil, la incertidumbre y la imaginación al poder, y ahora viven como los viejos, confinados y en pijama, echando partidas en grupo al Fortnite y olvidándose del Tinder porque en el tiempo de descuento lo de follar como que cuadra menos. Y lo veo claro: nunca los adolescentes se parecieron tanto a los octogenarios. Es en la mezcla de los dos donde se encuentra la esperanza.

Cuando tus selfies pesan más que tus ilusiones

El mayor indicativo de que te estás haciendo mayor no está representado (en su justa medida) por ese entrenamiento diario del tren inferior —glúteos en particular—, ni por ser testigo de excepción de la desaparición paulatina de tus mejores amigos. Ni siquiera el hecho de olvidarte de las cosas, dejar de ovular, perder el control de una próstata caprichosa y el contacto con la gente que ha marcado tu vida durante esos supuestos «maravillosos años» en favor de unos niños que devoran tu tiempo y lo cagan dentro de un pañal carísimo es motivo suficiente para tirar la toalla.

No te queda más remedio que lidiar con el dolor de espalda y articulaciones, con esa sensación insoportable que experimentan los guapos del instituto que poco a poco, día tras día, se transforman en seres invisibles, incluso para los perros que recorren las calles sin correa. Te levantas con sueño, trabajas en algo que no te gusta nada —el 87% de los españoles realiza una actividad profesional que les genera pesadillas en la cama y la máquina de café—, regresas a casa agotado, te pasas el fin de semana viendo series de HBO y cuando ahorras un poco —el alquiler es un pozo sin sellar— te escapas unos días en agosto, precisamente el mes en el que un mundo ya de por sí saturado se desborda por los cuatro puntos cardinales.

Y da igual si no hay espacio para más velas en una tarta de cumpleaños que ha pasado de ser un amasijo de galletas María con chocolate negro a una obra de arte industrial sin gluten en un «click», ni que Turquía sea el nuevo Lourdes y el Everest la versión tibetana de La Pedriza en temporada alta…

Cumplir años supone asumir nuevos papeles, entender lo que antes rechazábamos, darnos cuenta de que el tiempo se contrae y, sin embargo, lo único que diferencia a los ancianos de los que no lo son —a pesar de compartir edad— es la horrible sensación de que los recuerdos pesan más que las ilusiones. De nosotros depende no ser viejos antes de la vejez selfie.