Existe una calle, una de esas intersecciones difuminadas por el sol y los pasos, en la que cada otoño tiene lugar el milagro de las cosas pequeñas. Ahí, adherida a la rama del árbol con la simple ayuda de un peciolo a merced del frío acechante, se encuentra la última hoja del otoño. Sólo hace falta pararse bajo el árbol correcto, levantar la vista y seguir la dirección de las ráfagas del viento que, año tras año, camufla las aceras de rojo arcilla. Lo que viene después nada tiene que ver con la ficción y sucede de la misma forma con que las facciones del rostro cambian al ser escrutadas con delicadeza, caricias de iris y pupila, como si a través de la observación microscópica y astronómica fuéramos capaces de percibir lo invisible, precisamente por mostrarse ante nosotros con la insistencia de los días después de los días.
El residuo umbilical se consume con cada persiana que se cierra. Sin embargo, la hoja titila, brilla sin dar luz, se aferra a la vida familiar en las alturas. Porque nadie quiere abandonar el calor y girar en círculos concéntricos, excéntricos, sin un lugar al que volver cuando aúlla la noche. A pesar de recibir en sus limbos los últimos espasmos de savia, también tiembla. ¿Siente miedo? ¿Sopla norte? ¿Acaso hay algo más humano que resistirse a morir?
Quizás sea todo culpa del observador, siempre empeñado en encontrar esa conexión con lo que le rodea, ser árbol cuando la tierra se desmorona, regresar al cuerpo cuando la playa decora el calendario. Sorprende darse cuenta de que podemos verla en cualquier calle, una y un millón, lo mismo da. Ella, dentada y frágil, representa el mal de este presente incierto: añorar el pasado enredado en el viento. No os perdáis el milagro de la última hoja del otoño; no os perdáis el milagro; no os perdáis.
