Las despedidas raras

Algunas despedidas se producen sin querer. Ninguna de las partes la desea, ninguno quiere recibir ese mensaje, agitar la mano entre las flores, calentar el otro lado de la puerta. Estas son las despedidas raras, siempre acompañadas de la peor nostalgia, aquella que nunca llegó a suceder. Porque un adiós al uso conlleva una posibilidad de volver a verse, aunque sea de lejos o desde la otra acera. En este caso, la posibilidad ni siquiera es una palabra. El adiós sucede sin lágrimas ni dudas, imbuido de una indiferencia que airea lo más profundo de nosotros. Estas despedidas traen una muerte imposible de reconocer. De ahí la extrañeza.

A las piedras se las permite ser indiferentes. También a las montañas. Quizás por esa razón siguen ahí, un poco a lo suyo, pisoteadas y sin embargo firmes o bajo una nube con la forma de otras piedras blancas. La indiferencia en estas despedidas deja un sabor a hierro en la boca, el corazón frío, una realidad muda en el centro del verano. Qué peor desprecio al otro, qué forma tan humana de quitarle importancia a todo lo vivido. Te abrazo mucho. Un beso. Adiós.

A todos nos ha ocurrido alguna vez. Pasa. La despedida se olvida pronto. Extraña forma de borrar los hechos aún calientes en nuestra memoria. Fue bonito, una inercia, por eso desparece sin dejar rastro. Ni hubo principio ni hay un fin. Quizás dentro de unos años seamos capaces de valorar la pérdida ahora tan indiferente, tan nada. Quizás no llegara a suceder y por eso estamos separados estando cerca. Le dije que lo mejor era dejar de verse, no porque no quisiera verla, sino porque no le hacía todo el bien que se merecía. Y no sé si es verdad u otra mentira. Otra despedida rara. Otra más.

Ilustración: https://www.oritfuchs.com

¿Cómo estás?

«¿Cómo estás?», pregunta envenenada. La pronunciamos muchas veces sin pensar, sin que nos importe. Porque en un «¿cómo estás?» está la excusa para comenzar la charla. Tal es así que podemos sustituirlo por un ¿qué tal?, un ¿cómo has estado?, un ¿qué hay?, un ¿oye, cómo vas? y hasta un horrible ¿bien o qué? y la respuesta nunca convence. Imposible encontrar una contestación sincera entre tanta prisa. «Bien», decimos casi siempre. Pero bien, lo que se dice bien, no estamos.

Por otro lado, nos gusta escuchar un «¿cómo estás?» sentido y con pausa, por mensaje o en el iris. Se trata de un cliché y la forma más antigua de alivio, dos palabras insuficientes para sanar, aunque suponen el inicio de una cura. Al fin al cabo los otros son parte fundamental de uno y el altruismo permite poseer lo único de verdad nuestro: los nuestros. ¿Cómo explicar la reacción de cualquiera cuando un amigo escucha la pregunta, toma aire, ladea la cabeza, mira los adoquines y responde «mal»? Ahora estamos hablando. Por fin.

«Bien» viene sin estridencias, ni buenas ni malas, normal sin las tres últimas letras. «Mal» implica todo un mundo que, de pronto, sale a la luz en el interior de una palabra corta y el »¿cómo estás?» pasa a convertirse en la pregunta más relevante del año, mucho más que el ¿quiénes somos?, el ¿de dónde venimos? y el ¿a dónde vamos? Tendremos que estar acompañados en la galaxia. Queda excluido de las respuesta el «ahí vamos» por considerarse ambiguo, más cuando se acerca el verano. La próxima vez que preguntéis «¿cómo estás?» hacedlo con ganas, con un poco de aire y con la certeza de que el alivio se parece un poco al miedo. Estamos de fábula y es lunes.

Ilustración: John Wesley

Esa edad en la que solo se habla de salud

Se encuentran por casualidad. Entre las dos suman más de ciento cincuenta años. La señora de la izquierda lleva una chaqueta de punto verde pistacho. La de la derecha acaba de salir de la peluquería. El tren se detiene frente a ellas, el andén como metáfora del tiempo. Hay dos besos. La mayor le acaricia el borde de la chaqueta a la más joven por poco, como diciendo que todo irá bien, que están aquí. De ahí el tacto. Luego hablan. De salud, claro, tema de conversación estrella de los mayores de cuarenta. Hablar es, desde ahora, una forma de cuidado.

Queda claro que la edad viene con cargas que poco tienen que ver con las de la juventud. El grifo cierra mal, los órganos se secan, la vista necesita un telescopio. Cumplir años significa hacer punto con los días, mirar el cielo sin esperar amaneceres grises y convertir el deterioro en la mejor forma de pasar la vida. «Que si la cadera, que si le operarán en breve, que si se ha muerto Paz, la hermana de Gloria». Todo queda reducido a una catástrofe. Pero pueden contarla. Son bellísimas, las dos, tan mayores, tan niñas en el fondo y ese ruido de los años.

Ojalá llegar a eso, ojalá convertir las charlas en una sucesión de achaques y prótesis. Significaría que vivimos. La tragedia tiene poco que ver con la falta de salud y el exceso de nieve sobre los hombros, más bien con el hecho de sentirse joven a pesar de que casi todos tus amigos murieran sepultados. El tren reanuda la marcha con las dos señoras dentro. Cada vez más juntas, cada vez más risueñas gracias a este encuentro, quizás el último. Sí, ellas son casi ceniza y sonríen a pesar del aire acondicionado de este Cercanías. El tren gime, continúa por las vías dejando de sufrir por el pasado, por la salud entre paradas con un solo destino. Y es el nuestro.

Ilustración: Guy Billout

Madres

Solo cuando padre murió pude conocer a madre. Durante años la observé de lejos a pesar de su cercanía de leche con galletas. Madre de tonos pastel y acuarela, madre a la sombra de un padre inalcanzable. Como siempre ocurre, un corazón se detiene y dos desaparecen. Game over. Ya no hay padres. El que sobrevive pierde casi todo y se revela. Madre sigue siendo esa niña rubia de ojos verdes a mis ojos, aunque cada vez es más mujer que madre. Lo noto en su voz al otro lado, en los dolores que se empeña en esconder, en el hecho irreparable de un hijo un poco triste. Padre tuvo que morir para que yo pudiera verla bien. Recordadlo, hijos: las madres no solo son madres.

Las madres parecen que siempre estarán ahí. Por esa razón muchos hijos no quieren cogerles el teléfono o cortan las conversaciones con un «luego te llamo». Es más, muchos las evitan porque son pesadas o están tristes o les sobra comida en un congelador abarrotado. Pues bien, madre, la mía, vive como una adolescente que escapa de la soledad y soy yo el viejo que no quiere molestarla. Cierto, la edad de las madres va en su contra, también en la nuestra, de ahí la importancia de decirlo: «Madre, estoy bien. Y sí, quiero irme a Japón, pero estoy bien».

La distancia del paso del tiempo es más fuerte que la distancia geográfica. Algunas hijas se transforman en madres, las madres en abuelas, todo va alejándose. Por esa razón me gusta ver a madre con rasgos de mujer independiente, con sus necesidades cubiertas y su miedos intactos, con la certidumbre de estar sola porque los hombres son unos muertos de hambre. Madre ha perdido la paciencia y eso la humaniza. A veces tengo la sensación de asistir a un milagro, el del amor que nunca se destruye. Por eso quería escribirlo en alto, porque late en todos y cada uno de nosotros hijos. Gracias, madre. Tú solo preocúpate de seguir estando viva.

Ilustración: Guy Billout

Si estuvieras aquí

Si estuvieras aquí te miraría a los ojos muy despacio

Te miraría a los ojos suavemente

Acercaría mi pupila a tu iris negro

Y con la mano libre abrazaría la serpiente de tu espalda

Si estuvieras aquí cerraría las persianas

le pediría al aire que no entre

Tú y yo nos bastamos para celebrar la vida secreta de los árboles
el vino y la luna

Si estuvieras aquí te diría algo, poco, una palabra

Acerca de un viaje sin movernos, casi un susurro

Y con la mano ocupada sentirías viento

Después no habría más palabras, porque lo que no se dice es lo único que importa

Si estuvieras aquí…
pero estás en otra parte,
y la noche es más larga que cualquier invierno

Ilustración: Guy Billout

La falta de cariño

La falta de cariño es una forma de castigo. Prescinde de golpes y puertas cerrándose moviendo mucho aire. Se trata de una decisión consciente en uno. El otro se limita a aceptar su ausencia y el estruendo. Y olvida que puede vivir en una casa con un gato, sin amor diario o agua caliente, pero nunca sin muestras de cariño. Hablamos del cariño al margen de la caridad, muy lejos de contratos y cadenas. De ahí su misterio, de ahí que pueda ser representado con un trazo. La falta de cariño me convirtió en un hombre incapaz de recibir cariño sin salir huyendo.

Hay algo extraño en el cariño porque adquiere formas muy diversas. Las mujeres lo integran en el sexo, también cuando es muy guarro. Los hombres lo despliegan con desgana. El cariño aparece en el silencio, cuando dos, tres o varios ocupan una habitación sin decir nada. El cariño llena. El cariño nunca desgasta. El cariño. Quizás sea una escisión del amor, otra forma de decir te quiero al margen de palabras. No lo sé. Victor Jara envolvía al mundo con cariño. Quizás por eso le rompieron los dedos antes de matarlo.

Solamente los animales proporcionan cariño ilimitado. Creo que aprendemos mal de ellos, por eso al negárselo a otro de manera paulatina deja un rastro de sangre sin sangre. ¿Cómo puedo volver a aceptar cariño sin reservas? Observo a los perros del parque, a las palomas andando en círculos concéntricos, a los falangistas despidiéndose de un féretro… y regreso a casa. El apego implica un riego; la distancia una despedida de todas esas cosas buenas. Ahora todo se arregla con psicólogos. La falta de cariño tampoco.

Ilustración: https://klauskremmerz.com

Esos hombres viejos con cara de mujer

Nos daña envejecer. A unos porque perdemos fuelle, a otros por culpa de la gravedad, la mayoría simplemente por hacerse mayores a toda prisa. Queda patente en bebés de pelo ralo y niñas que sonríen como si fueran a morir mañana. Y el cuerpo se apaga y la salud se convierte en el único bien imprescindible. De entre todas las enfermedades incurables la peor es la de esos hombres viejos con cara de mujer. Están por todas partes. Tiene que ser el principio de una nueva invisibilidad.

La cosa empezó con Paul McCartney. Sí, era un hombre, inglés y blando, aunque hombre al fin y al cabo. Ahora es su abuela cuando su abuela era joven. Hay más; Axl Rose barra Mamá Fratelli, Johnny Deep podría llamarse Amber y vender pulseras en un mercadillo ibicenco, Marilyn Manson y Ana García Obregón. Todas esas caras dejaron de pertenecerles y por eso se parecen, cargan con estigmas comunes: un paso del tiempo edulcorado, huesos pegaditos a los pómulos y la sensación de que en cualquier momento podrían tejerte una bufanda. Fascinante.

Busco la razón de esta tendencia y no la encuentro. Simplemente ocurre. Mientras la mayoría cumple más años y menos sueños, otros burlan a la muerte de forma misteriosa. Cada vez que me miro en el espejo pienso en ellos. Lo deben de pasar fatal. Más que nada porque envejecer debería ser el camino para reencontrarse y estar cómodos en rasgos imperfectos y flácidos. Ellos, en cambio, han vivido tanto que acabaron perdiendo su cara y su futuro. Los viejos de hoy cambian tan deprisa que da miedo… ¿Cara o cuerpo? Siempre cara. Después, descanso eterno.

Ilustración: Lola Dupre

Curiosidad, te espero a la salida

No hay aburrimiento en la vida del curioso. Es más, cada miércoles trae la posibilidad de un encuentro, quizás una canción horrible, otra ráfaga de aire. El curioso no puede aburrirse porque carece de talento para ello. De noche, cuando todos duermen, sube al desván, ese lugar prohibido. De día se conforma con descubrir un continente. Su miedo no es el miedo al lobo: aspira a saberlo todo sabiendo que todo es una palabra inabarcable. Por eso insiste. En el fondo, el curioso percibe su curiosidad como un acto de rebeldía. Podrán quitarle la vida, pero nunca le quitarán la curiosidad.

Gracias a la curiosidad el niño se hace hombre y, el hombre, mujer. Lo mismo le sucede a los viejos. Si mantienen la curiosidad intacta pueden ser esos niños al final de una cometa y un cielo más viejo, encontrar la forma de morir para seguir viviendo. Se trata de rascar. Así el aristócrata acaba pareciéndose a un salvaje y el salvaje recuerda a un emperador desnudo. Porque la curiosidad consiste en echar un último vistazo cuando el mundo oscurece. Eso que brilla a lo lejos tiene que ser la curiosidad. Tiene que serlo.

La curiosidad baila con la felicidad. Comparten letras y aspiraciones. ¿Somos felices porque somos curiosos o somos curiosos porque somos curiosos? Estamos vivos. El curioso avanza haciéndose preguntas: ¿cómo funciona esto? ¿Por qué? La respuesta importa menos que la pregunta, y a la pregunta le sigue otra, otra y otra. Queda claro que la curiosidad mató al gato y al ratón. Al curioso no lo mata nadie. Curiosidad, qué bonito nombre tienes… aunque a veces duelas por correr tan rápido. Te espero a la salida.

Ilustración: Guy Billout

Halagos

Los halagos son caricias en las sienes. El animal se ablanda, va perdiendo su paso por pares de patas diagonales… hasta elevarse. Al final lo montan. El halagado se pregunta si las caricias no eran en realidad para otras sienes, que él no hizo nada, aunque trató de merecerlas. Las caricias le empujan a un espacio en el que ni siquiera corre. No hay nada más triste que un caballo en una jaula. Halagos que terminan traicionando. Y a pesar de todo los buscamos en las sombras, a plena luz del día.

Son los amigos más cercanos los menos dados al halago. Ellos curan al animal cuando está herido, descargan la escopeta y le ayudan a recuperar el paso. Los actos más relevantes vienen exentos de elogios. Los elogios cuestan poco o nada. Las críticas proceden del corazón de las tinieblas. Halagos y críticas a lomos de palabras. En el fondo, todos esperamos un milagro. Nunca llega. Pero seguimos esperando.

Se puede levantar una montaña con halagos. Serviría para tapar el sol y algunas bocas. Casi todos los halagos son mentira. Hacen más llevadero el engaño de vivir creyendo que hacemos bien las cosas. Algunos halagos enmascaran un reproche. El animal vive ajeno a todos estos males. Se limita a atravesar el campo, intenta sorprenderse frente a un campo de amapolas entre el trigo verde. Las palabras crean y destruyen, dan forma al color y hasta alimentan. Debemos halagar desde el silencio. Y el caballo se aleja dejando a su paso pétalos de música.

Ilustración: Guy Billout

Estoy agotada

«Estoy agotada». Esta frase es el mantra de los viernes. También se escucha «no me da la vida». Distintas formas de quejarse para un mismo fenómeno. Y es que ahora se trabaja para trabajar más, autoexplotados o en régimen de esclavitud con sueldo y canas. Estamos por todas partes: consumidores, emperdedores y reproductores porque toca, todos a la búsqueda de una tranquilidad perdida por aquello de mejorar, mejorar y mejorar. Pero ¿qué se mejora? Queda claro que de piel y pelo mal y que nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto en vida. Algo no funciona cuando cargamos el peso del mundo sobre los hombros y el mundo gira y gira… a peor.

Quizás todo se trate de una estrategia para escapar de la felicidad. ¡Que levante la mano el que quiera ser feliz! Mientras, observamos la distancia creciente entre cómo deberían ser las cosas y cómo son en realidad. Y corremos y la vida se aleja por cansancio y aparecen nuevos desafíos y saltos en paracaídas. Nadie quiere cosas simples porque cansan. Llega la duda. Un abrazo, un café doble, una playa sin italianos cerca, otro abrazo, vacaciones en Roma, el sueño de la lotería o todo junto. Dios, qué agotamiento.

Este cansancio es más el grito de una decepción. Porque el que está cansado de verdad descansa, igual que el hambriento come cuando tiene hambre o el ciego dispara a las estrellas para apagar la luz. Pocas cosas quedan de aquello que esperábamos y, sin embargo, seguimos esperando algo distinto. Desencanto contra verdad, inercia contra un cambio al alcance de casi todos, grandes gestos contra la belleza de lo invisible. Es cierto, «la vida es una larga preparación para algo que nunca ocurre». Y a veces, sólo a veces, se nos ocurre vivirla plenamente.

Ilustración: Guy Billout