Fue en el metro de Madrid, esa serpiente que se desliza debajo de nosotros y que lleva en su vientre a miles de ciudadanos agotados, más bien feos y un tanto tristes en dirección al trabajo (horrible) o a casa (todavía peor). Cerré por la página 173 mi ejemplar robado de «Últimas tardes con Teresa», se abrieron las puertas y salí del vagón-Auschwitz. Al tocar con mis fríos pies (voy mal calzado) el suelo del andén, noté la forma angulosa de un codo sobre mis riñones y al girarme para cagarme en su puta madre, pero con educación, me di cuenta de lo que ocurría. Y lo que ocurría era un chaval de unos treinta años, de pelo negro y rizado en exceso, mandíbula de boxeador y ojos en blanco que se desplazaba ayudado por su bastón de ciego a una velocidad acojonante, casi inhumana y sobre todo con mucha prisa.
Me adelantó, después tanteó los relieves con forma de media burbuja y giro a la izquierda a 23 kilómetros por hora arrasando a su paso una peruana cargada con bolsas del Caprabo, a una monja que decía algo de la Virgen y a un señor con gafas y mucha caspa que se excusaba por estar en medio de un paso para minusválidos. Y claro, nadie decía nada porque, ¿como le vas a decir hijoputa o cabrón o ¡cuidado! a un ciego?
Enfilé el pasillo en dirección a la Línea 4 para no perderme tamaño acontecimiento y la escena fue empeorando: las personas se hacían un lado ante el cieguito cabrón que no necesitaba ni la App de i-Tunes para invidentes con la que moverse como una anguila en hora punta, ni el braile de los ascensores, ni la apertura fácil en mamparas y que empleaba el bastón de ciegos como la espada de Conan el Bárbaro (y hacía daño al pisar a los usuarios) para optimizar el tiempo empleado en llegar a la salida. Todo eso en el más absoluto silencio e imitando a Richard Ashcroft en el video de «Bittersweet Simphony».
Por favor, si alguien conoce a este individuo, que se ponga en contacto conmigo porque creo que presencié un milagro: por una vez, una persona no caminó en la oscuridad del metro.