2 de agosto de 2001
La fecha es aleatoria. Quizás fue hace más tiempo, pero ella se llamaba Ruth y tenía el perfil de Nefertiti, la piel bronceada, casi brillante y las uñas de un puma. Follábamos hasta que el escroto se me pegaba al coxis y después, bien entrada la noche, salíamos a montar en moto por Barcelona.
Hacía calor y la humedad se colaba entre mi vientre y su cuello. Ella conducía y yo rozaba sus caderas con cuidado, casi disculpándome porque en realidad mi atención se desviaba en dirección a esa ciudad, extraña, de costa pero construida de espaldas al mar, incomprensible por su simetría, iluminada de forma ordenada por las luces rojas de otras motos pasándonos a toda velocidad y escupiendo humo negro con forma de nube. Y es que ese lugar me ofrecía algo que no era capaz de entender, información codificada por una extraña lengua que no se parecía en nada al catalán, como si a veces, por una extraña razón, las ciudades hablaran el lenguaje de los sordos que creen tener oído absoluto.
14 de diciembre de 2017
La fecha es concreta, fiel, categórica. Atravieso Barcelona en una Crafter 2E, 35 litros, TDI, 140 caballos, blanca, demasiado larga, con capacidad para casi 3500 kilos de cocaína pura y la favorita de los gitanos. Esta vez soy yo el que conduce. Solo. Una luz amarillenta rodea cada volumen de cada objeto con el que me cruzo, como si el polvo procedente del desierto fuera parte de un paisaje que en realidad es un filtro entre la inmensidad desordenada del mar con aspecto de chocolate y la geometría de los edificios y las largas avenidas que comienzan y terminan en el mismo lugar. Y es ahora cuando, 17 años después, entiendo la música de Barcelona, su ritmo, su grito, su gemido, su espacio y su silencio. Y ella me entiende a mí por los peligros que he corrido.
Porque las cosas cambian y porque de noche, Ruth no es un recuerdo, la vida es un lugar extraño y Segovia una acera del Born.