Nos pasamos la vida deseando que el tiempo pase lentamente, que se detenga en algún punto, a poder ser cerca del mar, suspendiéndonos en el ser, libres de expectativas o contratos… hasta darnos cuenta de que si éste dejara de rodar en octubre no podríamos recibir a noviembre con el estómago vacío. En la mañana del primer día del undécimo mes nunca caemos en la cuenta del advenimiento de un dios oscilante, del balanceo de las hojas de los árboles, y nos dedicamos a salivar ante esas pelotillas rellenas de nata y crema en el escaparate, el substitutivo perfecto del sexo con amor y la droga sin corte: los buñuelos. A poder ser de la pastelería Alcázar.
Subyugados por un milagro envuelto en azúcar glas toca desconfiar de aquellos que prefieren la tarta de chocolate, los petisús de crema pastelera, el tiramisú o la tarta de Santiago —no digamos de los que se saltan el postre— porque al lado de un kilo y medio de buñuelos —o se piden más de veinte unidades o te quedas como antes— el resto de dulces quedan a la altura de un escupitajo, una pérdida de tiempo calórica. Porque si hay milhojas, profiteroles y strudels casi cualquier día del año, ¿quién es el responsable de concentrar la producción de este manjar en dos míseras semanas?
Después llegan los empachos, el propósito de «nunca más volveré a mezclar los de limón con los de cabello de ángel, los de café con los de chocolate», y todos nos preguntamos a qué se debe la razón para acompañarlos de viento si es comerte uno y los niveles de glucosa explotan por encima de Eolo. Quizás se trate de una señal y su existencia nos recuerda que merece la pena seguir vivos sin olvidarse de los muertos… de nata y de crema, por favor.
