De todos los gustos, costumbres o usos, o conjunto de ellos, propios de un grupo, amplio como un país cansado o marginal como club de intercambio, hay uno que arrasa en los escaparates más casposos de la sociedad española: ser facha está de moda.
Primero porque ya no sabemos muy bien si un facha es una persona-bestia de derechas, o si en cambio debemos incluir en el intento a los admiradores de un régimen autoritario, aunque no todos ellos sean regímenes fascistas, o reducir el espectro y considerar a aquellos que se masturban con banderas y el rostro del dictador mudado, y que si Primo de Rivera no lo era pero a veces Rivera se comporta como uno… en fin, un puto lío. En segundo lugar, y dado el grado de confusión inherente al término, es habitual aplicar la palabrota a los veganos, a las feministas de pelo en las piernas y pubis rapado, a Mario Vaquerizo en su versión menos lúdica, al albañil desencantado y al director de empresa con agendas de bolsillo en lugar de tablas de Excel, o simplemente a todo porque, admitámoslo, hasta las plantas y las estrellas del reguetón son fachas por negarnos el oxígeno y la luz por las noches.
Escribo estas estupideces un día antes de conocer el resultado de las elecciones y sin ningún ánimo de predicción, pero no hay nada que me gustaría más que despertar el lunes y descubrir una sociedad que diferencia, sin un atisbo de duda, a aquellos que desean el bien común para la mayoría de los que promueven la desigualdad como motor del cambio. Ojalá ensalzar las diferencias que nos hacen únicos sea la nueva moda a partir de ahora. Ese sería el voto útil; la garra suave de un país apagándose lentamente.
