En los próximos días nevará en las cotas más altas de la península, cientos de promesas morirán bajo fuego enemigo y los españoles seremos llamados a la reflexión. Cada uno en su casa, quizás en algún bar y Dios en el de todos, nos ofreceremos unos instantes de recogimiento antes de esquivar las hojas amontonadas en las aceras… para elegir al menos malo del distrito.
Lo curioso de este pilar gaseoso sobre el que se sustenta la tan manida democracia —invento que, al contrario de la dictadura, nos permite elegir antes de obedecer órdenes— es el imperativo de posicionarse contra el otro bando, avalar con votos las diferencias entre candidatos que emplean la crispación y el desencuentro como táctica frente a la razón y la esperanza, pensando para sus adentros que si amamos todos a una quizás sea posible odiar también.
Mientras tanto, y a pesar del empleo de corazones dibujados junto a los logos de cada partido —sean de la ideología que sean—, asistimos a la confirmación última de que la concordia no hace ganar elecciones y que, poco a poco, el gasóleo inflamable de medios de comunicación, la «posmentira» y la escasez de políticos íntegros han hecho me(tra)lla en todos los españoles. Los viejos dispararán a los de siempre, los de siempre no irán a votar porque es domingo y el voto se tornará en arrepentimiento al comprobar que España está en guerra sin empuñar las armas. ¿Dónde queda el amor en todo esto? ¿Cuánto cuesta entender que el odio no es una opinión? ¿Es posible depositar la paz en una urna? La respuesta no llegará el domingo. Y así nos va.
