Todo empezó en el laboratorio de un antropólogo en 1993. Tras varias decepciones e impagos de rondas, llegó a la conclusión de que solamente era posible tener, como máximo, 150 relaciones significativas o amigos, esos a los que saludas en la sala de espera de un aeropuerto sin sentir grima o ganas de despegar. Así nacía el número de Dunbar. Ahora, unos científicos de la Universidad de Estocolmo aseguran que es posible derribar esa barrera si uno se lo trabaja, algo que resulta paradójico en la era del hipervínculo y las relaciones de pulgar hacia arriba. Si en la mayoría de casos el número no llega a 10, tirando por lo alto, ¿cómo es posible semejante atrevimiento?
Al nacer y dar los primeros pasos, tienes un amigo o dos. Suele ser el vecino, Luis o la hija de una íntima de tu madre. Eso es universal, excepto para los que nacen en el campo. Ahí la bici o un perro cumplen siempre. Vas estirando —algunos poco— y antes de estudiar en serio cuentas amigos por docenas, acaparan cada segundo de tu vida, son tan necesarios como morrear y el botellón. Al llegar a los 30 la cosa comienza a estabilizarse. Más que amigos tienes contactos, compañeros de trabajo, mucha agenda, pero siempre quedas con la misma pandilla para emborracharte o jugar al pádel. El descenso se acentúa a partir de los 60, momento en que, con suerte, vuelves al punto de partida: tu mujer o solamente tú.
Resulta que en el Neolítico los pueblos contaban con una media de 150 habitantes; en el siglo XI las pedanías daban cobijo a 159 vecinos y un señor feudal con perilla; las unidades del Ejército de Tierra están integradas por 150 miembros embadurnados de barro. Cuesta creer que ahora, con las relaciones más impersonales de la historia y la pereza de retomar la vida donde la dejamos, vaya a aumentar la cifra. Al final, «la única forma de tener un amigo es siendo uno». Y recuerdo en alto: «Siri nos dice qué día es hoy; un amigo nunca consulta el calendario para vernos».
