Al teatro no lo para nadie, y menos a su tiempo sin pausa, todo accidente. La mejor manera de entenderlo es regresar al asiento cada tarde sin haber bebido, molestar a los actores con nuestras circunstancias de pena, risas, tos y lo que va entre medias. En el caso de «Malvivir» en el Matadero —bonita redundancia—, está el texto escrito en el cuerpo de dos actrices que son muchas y todos de verdad, aunque la picaresca asuma otras máscaras, voces, lazos rojos. Aitana Sánchez Gijón y Marta Poveda, también hombres, viejas en los ojos, huecos en las muelas, brujas, hidalgos, buhoneros y viudas, una no nata y otra muerta en escena. En definitiva, dos mujeres inalcanzables a un paso del espectador que late. Conozco a alguien que se enamoró de ambas. No fue un hechizo; la nieve ardía.
Para los que quieran saber más… sinopsis de la obra disponible en Internet. Y es que el misterio tiene su mejor expresión en una sala, cruce de caminos en el que es posible moverse sin la vulgaridad de las maletas, llorar con lágrimas del otro lado e incluso dormirse delante de un sueño. Resulta que a oscuras se accede a un mundo azul turquesa con toques de granate sobre la piel que otras habitan. Luego la luz se hace y se ha acabado, aunque mantengamos el impulso a la salida.
Sucedió algo que tiene que contarse. Al terminar, con los aplausos y el público en pie, el elenco salió a saludar. A ambos lados de Bruno Tambascio —juglar de piano y acordes invertidos—, estaban Aitana y Marta, pero ya eran ellas, las de carne sin verso al aire. Los personajes abandonaron el cuerpo, la expresión de sus cuerpos en el espacio recuperó el aliento. Repito, eran ellas, Marta y Aitana, ahora aliviadas, más ligeras a juzgar por su esclerótica. También un poco tristes. A esa ausencia uno termina enganchándose, que no es más que la vida interrumpida continuando su curso, siempre a lo suyo que es lo nuestro. Bendito teatro, bendito.
