Cuando alguien te gusta

Cuando alguien te gusta suceden cosas. La primera, y quizás la menos importante, es que uno se quiere un poco más. Por fin puedes hablar de todo lo malo que hay en ti, que es mucho y recurrente, del miedo a estar solo y al dolor. También de lo bueno. La otra persona te mira con ternura, «podrías ir a terapia», sugiere. Y te acepta. Lo sé porque una tarde, con la luz oblicua entrando por la ventana de la habitación, ella colocó su mano por dentro de la manga de mi camiseta. Y así, respirando un aire de siesta, los dos, dormimos sin saberlo. Por eso pareció soñado. Al despertar supimos que todo lo que necesitamos era ser solo nosotros, sin prisa, sin deslumbrar siquiera.

Cuando alguien te gusta la ciudad de siempre parece nueva. Reconoces las calles, sus cristales llenos de luz, la gente sin orden en bicicletas con las ruedas deshinchadas. En cambio, surgen detalles que la hacen irreconocible. Sí, se puede ser extranjero en el barrio que conoces como nadie. Depende de la compañía. Incluso la Puerta del Sol, tan llena de gente, tan falta de personas, recupera su pasado de uvas por el suelo y te recibe, despeja la ruta hacia la siguiente plaza, hacia ninguna otra parte más que hacia nosotros. Ser feliz entre desconocidos que compran de forma compulsiva. Solamente hace falta alguien al lado que lo viva a su manera, sin prisa y sin luces de Navidad, sin deslumbrar siquiera.

Cuando alguien te gusta te asaltan las dudas respecto a cómo sería la vida juntos, peor por separado. Porque sabes que después de un mal día vendrá ella, que podrás mirarla y borrar el ruido de sus ojos, abrir una botella y dejarla casi entera. Todo tan banal, todo extraordinario. El tiempo pasa entre los dos, un edificio al fondo o por detrás de su perfil mediterráneo. Quizás lo más importante de que alguien te guste sea la incapacidad de no poder ver lo que tenemos delante, de inventar un mundo a nuestra medida, en la buena dirección, que se sostenga en la oscuridad del firmamento, sin prisa, sin deslumbrar, sin deslumbrar siquiera.

Ilustración: Guy Billout

Romper con los viejos amigos

Y, de repente, después de tantos años, la amistad se rompe. Aún lo recuerdas. Os entendíais con iniciales grabadas en el tronco de un árbol, sin palabras o en un idioma inventado. Ese amigo existía en todas partes, al otro lado del teléfono, de noche y para siempre. Él sabía quién eras tú, tú sabías dónde encontrarle a él. Ninguno de los dos podía imaginarse la vida sin el otro. Tan solo hacía falta una cosa: envejecer. Entonces, caíste en la cuenta de tu error. Ahora, los dos vivís en la misma ciudad a miles de años luz. Ya ni siquiera recuerdas la última vez que hablasteis. Fue hace tiempo, antes de la infancia y el ruido que hacen los adultos cuando hablan. Fue triste. Os mirasteis y no os reconocisteis.

Los dos tenéis la culpa. O mejor culpar al trabajo y al «no me da la vida». La muerte crece con los años. Los dos habéis perdido a un perro o un padre, renunciasteis a los sueños de dos niños que miraban las estrellas. Farolas, destellos, satélites. Y oscuridad. Un amigo intenta encontrar un hueco para ver a otro, quizás la última semana de noviembre. El otro amigo insiste, pero sus prioridades han cambiado. A veces, tres paradas de metro son un mundo o una bola de demolición. Los dos encontrareis algo más importante en que ocuparos. Si algo así puede llegar a suceder, ¿fuisteis amigos de verdad? De verdad lo fuisteis. El consuelo reside en una cosa: aún no estáis muertos.

Sucede que la amistad se rompe y dos siguen andando. Duele porque las cosas que importan son herida y cicatriz. Mejor parar la hemorragia. Puede que con otra gente más afín, puede que pintando soldaditos de plomo o alejándose de todo. El recuerdo del amigo permanece y vuelve en sueños. Quizás nunca volváis a veros; de hacerlo, quizás miréis para otro lado. Tú con tus cosas; tu amigo cada vez más lejos. «Una vez tuve un amigo que era todo», te repites al otro lado del espejo. Puede que perder a tu padre y a tu madre sea lo normal. Perder a un amigo va en contra del ciclo de la vida. Será porque no lo sepultó la tierra.

Ilustración: Lushuirou

Los amigos que dejaron de serlo

Los amigos de siempre construyeron una casa en el árbol. A ella volvíamos cada tarde, cuando la familia debilitaba nuestras aspiraciones, SOS, cuando la realidad giraba en dirección contraria. A los amigos de siempre se les dice familia, una elegida porque en ella el mundo nos desangra entre las flores. Son los amigos infancia, maquillaje y acné, pelo y posibilidad de crecer estando menos solos, quizás más felices. Imposible saber qué somos en su ausencia, imposible comprender al adulto sin esas fotografías de noches y fogatas. Pero, un día, los amigos de siempre dejan de dar sombra. La casa en el árbol se vacía. Y oscurece.

Los amigos consumieron nuestra juventud y ahora, calvos y con varices, se alejan. O quizás somos nosotros los que corremos hacia el sol del mediodía. Nada queda de aquellos niños jugando a ser mayores, solamente hay trabajo y poco tiempo libre, como si el tiempo no fuera libre y siempre nuestro. Entonces la política se convierte en un obstáculo insalvable, las ganas se reservan para gente que nos ve de otra manera y observa las cosas por una mirilla deformada por el tiempo. Cierto, algunos amigos de siempre lo serán para toda la vida, sin embargo, otros han muerto. Míralos, aún respiran. La casa del árbol se ha quemado.

«No reconozco a mis amigos». Hay tanta extrañeza en esta frase. Y es que, o cambiamos en los años o los años nos cambian sin pedir permiso. Entre medias, dejamos de quedar con los amigos de siempre y hablamos con sus padres. Ellos nos cuentan cómo andan, si sus hijos sonríen a menudo o si, en cambio, llevan mal la obsolescencia. Es raro hacerse amigo de los padres de los amigos de siempre, precisamente ellos que no nos entendían… La casa del árbol es ahora un árbol. El viento mece sus hojas. El sol brilla entre las ramas. No queda más consuelo que seguir viviendo.

Ilustración: David Shrigley

Díselo antes de morir

Naces con un grito. Creces, buscas una conexión, algo parecido a casa en los ojos de un amigo o una hermana, tal vez en un padre inalcanzable. Se trata de un instante que reverbera siempre y para siempre en ti, en un cielo iluminado por una bombilla, en una habitación a oscuras. No es nada más que el rastro del amor, un amor que anhela salir del cuerpo y darse al otro con un gesto, pequeñas demostraciones tan necesarias como el aire. Nunca te lo guardes, convierte lo invisible en tacto de palabras. Díselo antes de morir, antes de que sea demasiado tarde.

Porque los peores arrepentimientos se originan en lo que no haces, nunca en los errores cometidos. Ten en cuenta que hay personas que no piden nada, que no anhelan vueltas rápidas ni castillos por encima de las nubes, tan solo quieren oírtelo decir, oír que fueron parte de tu orgullo, que te hicieron falta y te hicieron bien de alguna forma, que sonreíste teniéndolos cerca, aunque fueras un amigo, una hermana, tal vez un padre inalcanzable. Al decirlo en alto es posible despedirse sin decir adiós del todo.

Todo lo que no se dice no existe. Todo lo que cuenta es tan pequeño que muchos prefieren esconderlo. La importancia de las cosas poco tiene que ver con el impacto en el planeta, sino con su efecto en los que más te quieren. El resto, ruido en descomposición. Algunos callan porque andan escasos de valor; la mayoría tiene poco que decir y nunca calla. Esos que callan tanto sienten de una manera tan humana que prescinden de palabras. Pues bien, este es un recordatorio para un amigo, una hermana, tal vez un padre inalcanzable. La vida es demasiado corta, pero se acorta aún más si no dices «te quiero» en tiempo.

Ilustración: David Shrigley

Jajaja

Jajaja es el nuevo silencio, una forma de contestar sin contar nada. Y es que la mayor parte del tiempo no sabemos qué decir —sí, el mundo está lleno de nuestras rarezas y de gente rara—, y al utilizar el móvil para todo hay que encontrarle una representación al mutismo o la indiferencia. A veces jajaja sirve para reírnos sin que nos escuchen, otras supone el fin de una conversación que, de lo contrario, quedaria suspendida en el aire y el espacio, es decir, en la pantalla. Para ser más gráficos: jajaja equivale a mandar un corazón por Instagram. Late, te sirve para decir que estás, que te interesa una mierda todo lo que no tenga que ver contigo y a otra cosa. Jajaja, qué bonita risa tienes.

Da miedo comprobar cómo la risa se ha convertido en una palabra de una sílaba que en realidad son tres. Si uno lo piensa, callarse es muy bonito y solo podemos mejorar el silencio con una carcajada sonora, de esas que provocan agujetas y hasta alguna pérdida. Ni hasta el maquillaje debe apagar la risa, de ahí que ponerla por escrito quede cuanto menos raro. Ahora escucho la risa de mi madre, ese movimiento entre labios y arrugas y pienso en la poca justicia que le hago. Jajaja nunca será el tiempo que pasamos con los dioses, repito, nunca. Y sonrío.

Si alguien escribe jajaja siembra la duda en el ambiente. Puede que lo haga por compromiso, quizás para evitar la pena o no dejarnos mal con un mensaje leído seguido del estridular de un grillo. Después llega la certeza de que las palabras sirven para poco o para menos de lo que nos gustaría, que nos vale con reír y llorar riendo, que su fiesta es lo único que no podrán arrebatarnos de la boca. Mejor utilizar el kkkkkk del portugués, el mdr de los franceses o el wwwww de la que fue mi mujer hasta hace poco. Ni jijiji ni jujuju; morir de risa, esa es la única vida a la que aspiro.

Ilustración: Tatsuro Kiuchi

Del éxito a diferentes edades

Decía un fracasado que «el éxito es el punto de encuentro entre la preparación y la oportunidad». Pues bien, este aforismo sirve para un rato. El concepto de éxito se diluye con los años, oscila entre el ladrillo y las pedradas. ¿Os acordáis de vuestras aspiraciones de niños? Viajar a Marte y regresar más jóvenes, ser cirujanos para trasplantar a mundo dislocado o futbolistas recién salidos de la peluquería… Pues bien, eso va quedando atrás, muy poco a poco, a base de desaliento y realidades con espinas, a fuerza de entender que el éxito es un malentendido. Por eso muta.

Tras la fase de conquista, todos nos enfrentamos al extravío. Resulta que vivir es un largo proceso de preparación para algo que nunca llega a suceder, y claro, nos adaptamos. Atrás quedan los flashes y el dinero, más que nada porque muchos quieren una estrella destinada a uno o dos pequeños. Y nadie nos lo enseña. ¿Qué fue de la guapa del instituto? ¿Dónde trabaja el chico de la moto? Ninguno estiró el sueño. Ahora viven en Segovia. No consiguieron disfrutar de lo logrado que fue mucho. Querían más por culpa de una aspiración de pueblo.

Superados los cuarenta cae la máscara, tanto si te fue bien como si aspiras a un cierto grado de tranquilidad. La gloria no viene de fuera, sino de una certeza en las tripas: lo petas cuando te diviertes. Puede ser en un grupo de versiones, paseando a un perro cojo o perdiéndole el miedo a equivocarte. Se es más feliz de viejo porque a ciertas edades ya no se pretende contentar a todo el mundo. Naces, fracasas, recuerdas un mar bajo un sol púrpura y miras a tu alrededor. Rodeado de amigos calvos que te quieren podrás gritarlo al horizonte: tu vida ha sido un puto éxito.

Ilustración: Ryo Takemasa

¿Cómo estás?

«¿Cómo estás?», pregunta envenenada. La pronunciamos muchas veces sin pensar, sin que nos importe. Porque en un «¿cómo estás?» está la excusa para comenzar la charla. Tal es así que podemos sustituirlo por un ¿qué tal?, un ¿cómo has estado?, un ¿qué hay?, un ¿oye, cómo vas? y hasta un horrible ¿bien o qué? y la respuesta nunca convence. Imposible encontrar una contestación sincera entre tanta prisa. «Bien», decimos casi siempre. Pero bien, lo que se dice bien, no estamos.

Por otro lado, nos gusta escuchar un «¿cómo estás?» sentido y con pausa, por mensaje o en el iris. Se trata de un cliché y la forma más antigua de alivio, dos palabras insuficientes para sanar, aunque suponen el inicio de una cura. Al fin al cabo los otros son parte fundamental de uno y el altruismo permite poseer lo único de verdad nuestro: los nuestros. ¿Cómo explicar la reacción de cualquiera cuando un amigo escucha la pregunta, toma aire, ladea la cabeza, mira los adoquines y responde «mal»? Ahora estamos hablando. Por fin.

«Bien» viene sin estridencias, ni buenas ni malas, normal sin las tres últimas letras. «Mal» implica todo un mundo que, de pronto, sale a la luz en el interior de una palabra corta y el »¿cómo estás?» pasa a convertirse en la pregunta más relevante del año, mucho más que el ¿quiénes somos?, el ¿de dónde venimos? y el ¿a dónde vamos? Tendremos que estar acompañados en la galaxia. Queda excluido de las respuesta el «ahí vamos» por considerarse ambiguo, más cuando se acerca el verano. La próxima vez que preguntéis «¿cómo estás?» hacedlo con ganas, con un poco de aire y con la certeza de que el alivio se parece un poco al miedo. Estamos de fábula y es lunes.

Ilustración: John Wesley

Ya nunca estaré sola

La soledad da más miedo que la muerte. Ese miedo es el que arrastran los amigos a la espalda, cuando miran desde abajo y tienen que volver a casa solos. En casa nadie los espera, o si hay alguien nunca los espera a ellos. Los perros dan amor para ser alimentados; los gatos necesitan su ración de pienso. Porque la soledad llega a disfrutarse y al disfrutarla alguien la sufre. Todo depende de la vida y sus necesidades. Ana dice «ya nunca estaré sola». Sabe que es mentira. Se está sola también siendo una madre, porque la maternidad es un sueño. ¿Y cómo soñamos?

El problema de estar solos son los otros. Uno termina por acostumbrarse a sus ojeras, a su cuerpo bajo el agua, pero a la estupidez ajena… Poco a poco, las prioridades de la soledad intercambian personas por animales, animales por cosas. Al fondo, el tiempo. Queda así en una balanza de todo lo invisible: cosas y animales. Ana sabe que, en su soledad, ella es alguien. Para la masa, Ana siempre estará sola. Ni diosa ni bestia, fieramente humana, fieramente sola.

No hay nada mejor que estar solo. Sentirse solo es sinónimo de pena. O se comparte o uno se muere, aunque crea que evitando repartir el aire se vive dos y hasta tres veces. Qué poco sabemos de la soledad, cuántas cosas sabe ella de nosotros. Si me dan a elegir entre un mundo para mí solo y un mundo contaminado por la gente prefiero lo segundo. Siempre. En la soledad hay risas, cine, plantas frente al sol del mediodía. Entre la gente queda lo único que nos da sentido. Ana, que la soledad te deje sola. Por fin podrás reír estando acompañada.

Ilustración: Guy Billout

¿Es posible enamorarse de un desconocido?

Claro que es posible enamorarse de una desconocida, Luis. Sucede por obra de la química. Todo en una noche corta, con su baile y un desayuno nunca consumado. En eso consiste el enamoramiento, en moverse hacia la luz de alguien que nos representa y vive en otra parte, dentro de los párpados y aún más lejos. La música apaga el ruido, el mundo arde en respiraciones tibias. Será enamoramiento si necesitamos ser correspondidos a cada segundo. De lo contrario, no habrá menciones a los hijos o a un matrimonio cara al fuego. El enamoramiento es ahora, todo ahora, aquí todo. Y estas promesas solo se le hacen a una extraña.

Su nombre envenena los sueños y el tiempo pasado estando juntos. Regresa a las sábanas como la saliva. Solamente al conocer a alguien de verdad sentiremos el amor como cuidado diario. En el enamoramiento se hace patente la destrucción de dos que dejarían todo y quieren saber todo de una incógnita: comidas y ayunos, nombre, flores de mercado y apellidos, hora de nacimiento y una previsión exacta de la muerte. Será enamoramiento si se cuenta a los amigos y al espejo. De pronto, quedar no cuesta, aunque sea al otro lado del Atlántico. Adiós, pereza.

Recomiendo el enamoramiento como experiencia única. El cuerpo deja de doler, la cabeza palpita con cada mensaje, la dopamina pinta de rojo los domingos. Y uno, por fin, está de acuerdo con la vida. Aparece el miedo. Pero un miedo por la pérdida del otro, miedo de que no conteste si le llamas, miedo de no poderle hacerle una canción de miedo. Y decir te necesito alcanza la gloria del pan de cada día. Por fin sentir parece justificado. Ella no está, Luis. Pero ella soy yo. Y a los dos os quiero.

Ilustración: Guy Billout

La importancia de reírse alto

Hay que reírse, cada día, hacerlo alto, como si hubiera una cámara lista para congelar el único gesto eterno ya de fábrica. Porque si hay que elegir algo, elijo risas. También en los momentos malos o peores, cuando perdemos a un padre, una pierna o la oportunidad de nuestra vida, cuando nos hacemos viejos y nos duele tanto el cuerpo que la única razón para seguir sea hacia lo oscuro. Tiempo de risas, tiempo que pasamos con los dioses, tiempo que nunca es perdido, el mejor comienzo, la mejor postura y el mejor adiós sin armas.

Ríe para mejorar el silencio y poner en marcha cuatrocientos músculos, para estirar la columna por encima de la niebla y mover el aire de este lunes. Lo saben los tristes: gracias a la risa somos capaces de aceptar la edad y la tragedia, la noche y el final. La risa como acto de rebeldía. Un niño se ríe trescientas veces al día; un adolescente lo hace ochenta y los adultos no llegan a veinte. Pues bien, hagamos pasar a los niños por principiantes. Les queda tanto por reír, les queda mucho para saber que la risa es el antídoto contra la muerte.

Ve al gimnasio y ríete. Ve al cementerio y sonríe porque tú puedes y ellos no. Coge el metro y sonríe ante tanta pena en movimiento. Y no olvides reírte de ti mismo, pero no de los demás. Porque la risa es el único poder que le sirve al pueblo, morfina sin aguja que conserva las arrugas y nos recuerda que hemos venido a jugar con el objetivo de perder. Con la a, con la e, con la o, puedes hacerlo con todas las letras. Inventa, come, folla. Se trata de encontrar la sonrisa perfecta en cualquier parte.