Llegan las listas

Cada año llegan antes. Así el tiempo se pasa con nosotros y lo vengamos con listas de libros y canciones sueltas —antes discos—, logros pocos y resoluciones de mala calidad. ¡Ay, el año, compendio de actos que deben ordenarse para rellenar un hueco! Sucede cuando se da por terminado, aunque aún le quede. También con el amor, y por eso recordamos cómo fuimos en él y por él, podemos resistirnos al olvido de lo bueno y calentar la memoria ante el invierno en ciernes.

Parece que las listas resumen, confieren estructura a la próxima extinción masiva, son más fáciles de leer y escuchar que el asunto en sí mismo. Incluso compartirlas viene a confirmar que nos parecemos en algo, poca cosa ya que lo que es propio de muchos implica un anhelo de ser únicos. Tampoco se libran los niños que, sin darse cuenta, ponen en práctica maneras de viejos. Conviene adelantarles que, así y en general, casi nunca llega el regalo que ocupa el primer lugar, ese de las mayúsculas y el doble subrayado. A los adultos, claro.

Como cada día, el 21 tuvo cosas. Comenzó con las mascarillas al aire y terminó malo dejando lo peor atrás. El próximo debería incluir la reconciliación como cabeza de lista. Con esta realidad dislocada, con aquellos difíciles de entender, con el papel y el mar Menor, con la música para bailar, con la paciencia, los condones y el silencio. Por supuesto, quedan fuera los jerséis navideños y las cenas de empresa. Curiosa forma de adaptarnos al caos, curiosa forma de sentirnos vivos.

El año de la boca des()parecida

A estas alturas todos sabemos que al año en curso le sobraron diez meses. También le han faltado otros diez, un verano y algo que pasó desapercibido, quizás por su tamaño, puede que porque por ahí nacen las mascarillas: la boca. Y es que una cara privada de la cavidad desde la que salivamos, chupamos, escupimos y besamos ha sido la gran no protagonista. De hecho, su desaparición ha arrastrado a la nariz consigo, convirtiendo en los feos en otra cosa y a los guapos en guapos sin nariz ni boca. Entre medias de esos dos antónimos —ethos y pathos andan de revisión en el dentista—, una mayoría de gafas empañadas olvida limpiarse las migas del roscón; total, nadie lo señala.

A pesar de todo somos capaces de reconocernos por la calle y hasta de lejos. Probablemente porque otras partes de nuestra anatomía han asumido las funciones relativas al primer «órgano» del aparato digestivo. Así el que antes hablaba por los codos ahora prefiere ahorrar, porque de lo contrario se ahoga en su propio vaho; el calladito deja de ser escrutado y aplica la lengua de signos hasta en el amor; la chica de los brackets da la cara y, entre tanto, casi nadie mantiene la cabeza sobre los hombros.

En contra de todas las apuestas el misterio escasea aquí y allá, y continuamos diciendo las mismas tonterías o más, como si anheláramos borrar las máscaras a base de morder. La vacuna de la rabia se inventó hace años y sigue sin surtir efecto entre los enmascarados, más centrados en ocultar lo invisible que en mostrar el ángulo muerto de la barbilla. Así somos, carne. huesos y gravedad. Este es mi deseo para el 21: que cuando llegue el momento de quitarse el bozal seamos capaces de convivir de nuevo con nuestra boca, origen de todos los problemas, final de todo lo que nunca fuimos capaces de decir por miedo a sentirnos fieramente humanos.