A estas alturas todos sabemos que al año en curso le sobraron diez meses. También le han faltado otros diez, un verano y algo que pasó desapercibido, quizás por su tamaño, puede que porque por ahí nacen las mascarillas: la boca. Y es que una cara privada de la cavidad desde la que salivamos, chupamos, escupimos y besamos ha sido la gran no protagonista. De hecho, su desaparición ha arrastrado a la nariz consigo, convirtiendo en los feos en otra cosa y a los guapos en guapos sin nariz ni boca. Entre medias de esos dos antónimos —ethos y pathos andan de revisión en el dentista—, una mayoría de gafas empañadas olvida limpiarse las migas del roscón; total, nadie lo señala.
A pesar de todo somos capaces de reconocernos por la calle y hasta de lejos. Probablemente porque otras partes de nuestra anatomía han asumido las funciones relativas al primer «órgano» del aparato digestivo. Así el que antes hablaba por los codos ahora prefiere ahorrar, porque de lo contrario se ahoga en su propio vaho; el calladito deja de ser escrutado y aplica la lengua de signos hasta en el amor; la chica de los brackets da la cara y, entre tanto, casi nadie mantiene la cabeza sobre los hombros.
En contra de todas las apuestas el misterio escasea aquí y allá, y continuamos diciendo las mismas tonterías o más, como si anheláramos borrar las máscaras a base de morder. La vacuna de la rabia se inventó hace años y sigue sin surtir efecto entre los enmascarados, más centrados en ocultar lo invisible que en mostrar el ángulo muerto de la barbilla. Así somos, carne. huesos y gravedad. Este es mi deseo para el 21: que cuando llegue el momento de quitarse el bozal seamos capaces de convivir de nuevo con nuestra boca, origen de todos los problemas, final de todo lo que nunca fuimos capaces de decir por miedo a sentirnos fieramente humanos.
