Un 9 para «30 monedas»

Ahora que todos somos un poco críticos de fútbol y de la vida moderna es el momento de decir bien alto que en España, además de hacerse películas inolvidables cada muerte de obispo, también es posible sorprender a los guiris haciendo series, sobre todo cuando dejamos al aire las costuras de nuestro particular sueño patrio, una mezcla de aceite de oliva oro, retraso y algo parecido al hedonismo de bar. Y es que si «La Casa de Papel» abría el camino, Candela Peña se encargaría de darle brillo imperial al «Hierro». Con «Antidisturbios» y «Patria», sustentadas en una realidad que renace en la ficción 4096 x 3072, la casualidad quedaba descartada y, por si no teníamos suficiente, «30 monedas» confirma lo que casi nadie sabía y por fin nos atrevemos a proclamar: cuidado con los españoles cuando no quieren ser más que lo que son; ellos y sus circunstancias.

Porque a pesar de que Álex de la Iglesia ya no tuviera nada que demostrar después de treinta años de regímenes alimentarios e historias de gente tirando a fea, humor petróleo y tramas corales, se planta en 2020 con una serie en la que tienen cabida todos nuestros invisibles (guardias civiles, amas de casa, mataderos…) acompañados de criaturas del averno, exorcismos y un cura con más flow que el Karl Malden de «La ley del silencio». Todo eso multiplicado por ocho horas en HBO. Vamos, la hostia consagrada.

Aquí cada uno pensará lo que quiera, pero sorprende ver al chulazo de Miguel Ángel Silvestre convertido en un actor más que solvente además de jurar que esta tierra de luz y chalets sin permisos produce monstruos con aires internacionales. Por supuesto, Carmen Machi sigue siendo la número diez menos nueve, Roque Baños y su banda sonora se perfilan como herederos directos de Alberto Iglesias y Eduard Fernández deja claro en cada plano por qué es el único actor al que le he calentado el güisqui en la barra del Jose Alfredo. Será porque desde anoche sabe quién es el diablo. Si el mal tiene un precio esta serie es impagable.

Volver a los tiempos de la serie «Patria»

En momentos de restricciones horarias y gorros de alpaca lo mejor es refugiarse en un párrafo, un polvo largo o en millones de fotogramas. Y es que cualquiera de estas tres opciones se convierten en ungüento susceptible de ser aplicado a nuestra psique, acuciada por la falta de movimiento y una certeza: se acerca el invierno. En ese espacio, el que uno quiera y cuando pueda, es posible disfrutar de la serie «Patria» y ser testigo de los horrores que por aquel entonces desangraban un país en llamas. La herida, todavía sin cicatrizar, no fue solamente infligida por bombas escondidas en maleteros, el sonido de gatillos y nucas o cartas con un bietan jarrai a modo de despedida, sino que el trato entre los vivos levantaba la costra de una violencia aún más cruel, precisamente porque contenía aspiraciones de libertad.

Por supuesto, ser libre, entonces y ahora, lo entiende cada uno a su manera. Los hay que, bajo la lluvia perenne de ese pueblo pena, están dispuestos a retirarle el saludo a los amigos de toda una vida, dejar de pasear juntos en bici, negarles un cuarto de jamón de York, convertir la convivencia en un fruto marchito, pasar el tiempo negando el peor de los temores: a veces, las guerras se libran en casa, al margen de vecinos y balas.

Al igual que los personajes-personas de la novela de Fernando Aramburu, aquellos que la consuman, de una tacada o con moderación, sacarán sus propias conclusiones. Algunos preferirán «Antidisturbios» o directamente el libro, otros se pasarán al magreo lúbrico de «La isla de las tentaciones», y los menos comenzarán a entender que la única manera de rebelarse contra cualquier forma de violencia, invisible o rotunda como un ¡Gora Eta!, es a través del perdón. Palabra y obra de Bittori y Viscarret.

Ilustración: Félix Viscarret

Nunca me gustaron hasta que vi ‘Antidisturbios’

Es muy probable que la mejor serie de la temporada no le haya gustado nada al gremio policial y esa es, precisamente, la razón por la que uno la disfruta tanto. Y es que en las manos de un cineasta cuanto menos audaz, estas bestias de carga ocultas tras protecciones, cascos graduales y botas «Inmortal Warrior» cobran vida, muestran las vergüenzas de un cuerpo amoratado y justo de presupuesto. Son ellos, los que están a pie de bengala y litrona, quienes se encargan de hacer el trabajo sucio mientras los otros, mejor situados en la cadena de mando, mantienen sin mácula sus trajes de Cortefiel. Así se obran los milagros, en el cine y la vida y, en pleno 2020, puedo expresar sin complejos que me caen bien los antidisturbios… al menos los de la ficción.

La culpa la tienen unos intérpretes magistralmente dirigidos que dispersan la mala fama (también) arrastrada por el actor patrio. Así Vicky Luengo (descomunal), Raúl «Bestia» ArévaloRoberto Álamo, Raúl Prieto, Álex «que me pille en el baño» García, Hovik Keuchkerian (pluscuamperfecto) y Patrick Criado son capaces de emanar tanta violencia con una porra en la mano como con una mirada y, sin llegar transmutarse en víctimas, son retratados como lo que parecen: chicos duros con talones de vidrio, personas.

Resulta que en tiempos de penuria todavía es posible hacer buen cine en un país con forma de visera. Sobre todo cuando nos olvidamos del escudo y el humo, miramos hacia dentro y rascamos la piel del toro mecánico. Nos sorprenderá comprobar cómo caminando juntos y en línea podemos avanzar hasta rompernos, pero tampoco importa. Será porque todo va a ir bien mientras el mundo estalla a nuestro alrededor.

Ilustración: Rodrigo Sorogoyen