En momentos de restricciones horarias y gorros de alpaca lo mejor es refugiarse en un párrafo, un polvo largo o en millones de fotogramas. Y es que cualquiera de estas tres opciones se convierten en ungüento susceptible de ser aplicado a nuestra psique, acuciada por la falta de movimiento y una certeza: se acerca el invierno. En ese espacio, el que uno quiera y cuando pueda, es posible disfrutar de la serie «Patria» y ser testigo de los horrores que por aquel entonces desangraban un país en llamas. La herida, todavía sin cicatrizar, no fue solamente infligida por bombas escondidas en maleteros, el sonido de gatillos y nucas o cartas con un bietan jarrai a modo de despedida, sino que el trato entre los vivos levantaba la costra de una violencia aún más cruel, precisamente porque contenía aspiraciones de libertad.
Por supuesto, ser libre, entonces y ahora, lo entiende cada uno a su manera. Los hay que, bajo la lluvia perenne de ese pueblo pena, están dispuestos a retirarle el saludo a los amigos de toda una vida, dejar de pasear juntos en bici, negarles un cuarto de jamón de York, convertir la convivencia en un fruto marchito, pasar el tiempo negando el peor de los temores: a veces, las guerras se libran en casa, al margen de vecinos y balas.
Al igual que los personajes-personas de la novela de Fernando Aramburu, aquellos que la consuman, de una tacada o con moderación, sacarán sus propias conclusiones. Algunos preferirán «Antidisturbios» o directamente el libro, otros se pasarán al magreo lúbrico de «La isla de las tentaciones», y los menos comenzarán a entender que la única manera de rebelarse contra cualquier forma de violencia, invisible o rotunda como un ¡Gora Eta!, es a través del perdón. Palabra y obra de Bittori y Viscarret.
