Una casa es todo menos un bien inmueble. Sus tabiques esconden coágulos de escayola y cable, tardes sobre un tiempo de ventanas hacia dentro. Mientras, el inquilino, habitante del planeta hogar, aplica sin excepción ese principio del ir envejeciendo, acumula cosas, abre el portal soltando aire. Las paredes, por su parte, resisten como pueden los desconchones de la gravedad. Y es que la buena casa es como un perro que no ladra, que apaga la vida ahí fuera. Vender caro, mudarse a otra sobre la colina o cambiar el color de las habitaciones implica dejarse un poco atrás. La casa siempre queda, incluso ya vacía, de ahí que nunca pueda ser del todo nuestra.
Y no lo es porque refleja y amplifica lo que eres. Lo bueno y lo peor. El olor a café por las mañanas, un niño que grita en el patio de vecinos, aquella conversación en la que te dijo que te quería como amigo. Entonces miras las fotos, la bañera exenta. Nadie ha muerto, cierto. Tú, que nunca quisiste desconocidos en la casa, dejas de reconocerte. ¿Qué te has perdido? ¿Cuándo? Esta casa hoy, este lunes, reconstruye con fidelidad la estela que te trajo. De ahí que pidas más pintura, esto es la guerra.
Dios viene cada vez menos a visitarte, aunque la cocina tenga forma de confesionario y el salón ocupe el espacio de un altar sin flores, cosas de arquitectos y ateos. La máquina de la felicidad según Le Corbusier necesita fe y mantenimiento, vacío para volver a decorarse con recuerdos frescos y a medida. De la casa al domicilio siempre va un trecho, chocolate en la nevera y una esperanza: cada noche y con la luz apagada formarás parte de las constelaciones del hombre en la Tierra. No fue un sueño.
