Cuando tu casa ya no es tuya

Una casa es todo menos un bien inmueble. Sus tabiques esconden coágulos de escayola y cable, tardes sobre un tiempo de ventanas hacia dentro. Mientras, el inquilino, habitante del planeta hogar, aplica sin excepción ese principio del ir envejeciendo, acumula cosas, abre el portal soltando aire. Las paredes, por su parte, resisten como pueden los desconchones de la gravedad. Y es que la buena casa es como un perro que no ladra, que apaga la vida ahí fuera. Vender caro, mudarse a otra sobre la colina o cambiar el color de las habitaciones implica dejarse un poco atrás. La casa siempre queda, incluso ya vacía, de ahí que nunca pueda ser del todo nuestra.

Y no lo es porque refleja y amplifica lo que eres. Lo bueno y lo peor. El olor a café por las mañanas, un niño que grita en el patio de vecinos, aquella conversación en la que te dijo que te quería como amigo. Entonces miras las fotos, la bañera exenta. Nadie ha muerto, cierto. Tú, que nunca quisiste desconocidos en la casa, dejas de reconocerte. ¿Qué te has perdido? ¿Cuándo? Esta casa hoy, este lunes, reconstruye con fidelidad la estela que te trajo. De ahí que pidas más pintura, esto es la guerra.

Dios viene cada vez menos a visitarte, aunque la cocina tenga forma de confesionario y el salón ocupe el espacio de un altar sin flores, cosas de arquitectos y ateos. La máquina de la felicidad según Le Corbusier necesita fe y mantenimiento, vacío para volver a decorarse con recuerdos frescos y a medida. De la casa al domicilio siempre va un trecho, chocolate en la nevera y una esperanza: cada noche y con la luz apagada formarás parte de las constelaciones del hombre en la Tierra. No fue un sueño.

Ilustración: Guy Billout

Somos expertos en crearnos problemas

Su efecto duró varios meses. Cuatro o cinco. Los números importan poco o no cuentan. Con la muerte de padre se derribaba esa muralla levantada durante mi vida, obra de contención ante el dolor. El seísmo de la pérdida fue tan grande que vi caer grandes pedazos de miedo, sillares de incertidumbre del cielo a mis zapatos. Y un nuevo paisaje apareció. Pero uno de planicie y sol oblicuo, sin interrupciones, envuelto en la certidumbre de que, a pesar de los intentos, los días son mucho más sencillos de lo que nos proponemos al despertarlos. Y es que somos arquitectos de problemas, siempre empeñados en construir y diseñar un nuevo recelo, un poco más de cobardía, quizás esa enfermedad inexistente en un ahora que simplemente pasa al pensarlo. Luego nada.

Aquellos meses —bien pudieron llegar al año—, la ausencia de padre y su guitarra servían para reforzar una certidumbre sólida, líquida y de colores. Caminaba como vuela un colibrí —menos cromático—, sin la responsabilidad del que conserva y apuntala su muralla convertida en hortensia. Y el temor a ser como los demás se disipaba porque el hombre que teme al temor sólo necesita agua, alimento y lecho compartido. El cobijo lo ponen los amigos, el amor, el mar. En cuanto a los problemas… van menguando porque dependen de nuestra mirada. ¿Y si oteas el horizonte limpio? Ya no están.

Como siempre, el efecto dura menos de lo deseable. Más por culpa nuestra que de él. Así somos. Superado el trance —algo tiene el duelo de magia blanca–, comienzas a juntar guijarros, arena de playa, piedras, planes. Poco a poco el terreno baldío da paso a la huerta, después la zanja, luego las paredes, hay hueco para una piscina. Al tratarse de una propiedad mental se expande más allá de la razón. La voluntad mengua a medida que el tabique coge vuelo. Y así vivimos, atrapados fuera del mundo.

Ilustración: Guy Billout

C. Tangana es el puto amo

A veces uno tiene que rendirse a la evidencia. Resulta que, a día de hoy, en España se hace mucha mala música popular, buena música absolutamente irrelevante para la inmensa mayoría y sólo un pequeño porcentaje, pequeñito pequeñito, combina la alta y la baja costura de la peineta de una plañidera. En esa encrucijada improbable que es ver a Bárbara Lennie comiéndose el tocino de un cocido madrileño se encuentra Antón Álvarez Alfaro, Pucho para los amigos, C.Tangana para sus críticos y húmedos seguidores, el único capaz junto a Rosalía de monetizar notas encumbrando un personaje de ficción. Y es que por mucho que nos cueste entenderlo la única manera de «conseguirlo» a lo grande pasa por diseñar el personaje antes que las canciones, precisamente porque es muy probable que los buenos estribillos lleguen en el intento. Resumiendo: «Hacer dinero es un arte y los buenos negocios son el mejor arte». Pues hay un tío de Carabanchel que aplica al pie del cañón las profecías del Warhol ese.

Así y en cada fotografía, en cada plano recurso de cada uno de sus vídeos y apariciones televisivas hay referencias a todo tipo de ámbitos artísticos, desde la arquitectura brutalista de Javier Carvajal Ferrer al bigote de Aznar antes de ser imbécil, a la ropa interior de Los Sopranos colgada al sol, las cadenillas y los camareros del Lhardy... por supuesto, todo debidamente aderezado con la españolidad LGTBI del Niño de Elche, el ritmo playero de Toquihno o la producción crema de un Alizzz convertido en el Midas de lo que no se ve, pero se siente y hace pum.

Sirva por tanto este artículo para expresar mi más absoluto respeto por las canciones de un extrapero adicto al Auto-Tune, de un bailarín de cintura cementosa, de un boxeador con párpados de Sócrates que ha salido indemne en su intento de rimar «en tu forma de hablar» y «en tu culo al pasar»… y también algo más rico. Sé que estas cosas no le gustarán nada a algunos catedráticos del dogma, otros pensarán que se trata de un producto cárnico con ínfulas de comida gourmet, pero para no saber hacer nada este chico lo hace mejor que nadie. Lo reconozco, soy Tanganista. Lennienista ya lo era desde que nací.

Ilustración: autor desconocido