Rubia

Rubia por tener pelo rubio en la cabeza. Rubia tonta, diana de los flashes. Rubia sin serlo, rubia como los ratones blancos, en una jaula, en la pantalla. Rubia que aspira a ser amada, actriz en serio a pesar de una belleza dolorosa, de todas las eras, Marilyn crucificada. Rubia con demasiado peso dentro de los ojos. De ahí a los labios, luego a un lunar con la forma del mundo que nunca supo verla. Si lo hizo fue en un descuido, diamantes en los charcos. Su recuerdo late en nuestra anatomía, en cada poro de Ana de Armas, en el alma a la que aspira un Hollywood de saldos.

Rubia siempre menos dentro de los sueños. La boca llena de palabras, de esperma, de hombres con olor a óbito y sexo. Rubia en un vestido de crepé levantado por el viento entre las rejillas de la acera. ¿No es delicioso? Lo eras, lo seguirás siendo, tú, rubia, icono de bragas de algodón y voz con mucho aire. Maniquí, lágrimas, sonrisa de Glasgow, siempre sola estando bien acompañada. Y un cometa de sangre impactó en tu vientre. Fantasía de arena, de acero, de objeto a órgano sexual sin despeinarse.

Rubia en vaso corto con botes de barbitúricos sobre la mesilla. Mujer antes que Norma, niña sin padre, revolución y farsa de todo lo que arde. Monroe de familia materna, tres horas de interpretación al día, una de esgrima y milagros a cada segundo. Rubia porque quiso, rubia de ambición extrema, rubia de Netflix y un tiempo en sepia, futuro. Rubia que creó a todas las rubias, rubia que duerme con los pies fuera de la cama. Rubia de Óscar, rubia por los siglos de los siglos, rubia nuestra, rubia cubana, muerta, viva siempre.

C. Tangana es el puto amo

A veces uno tiene que rendirse a la evidencia. Resulta que, a día de hoy, en España se hace mucha mala música popular, buena música absolutamente irrelevante para la inmensa mayoría y sólo un pequeño porcentaje, pequeñito pequeñito, combina la alta y la baja costura de la peineta de una plañidera. En esa encrucijada improbable que es ver a Bárbara Lennie comiéndose el tocino de un cocido madrileño se encuentra Antón Álvarez Alfaro, Pucho para los amigos, C.Tangana para sus críticos y húmedos seguidores, el único capaz junto a Rosalía de monetizar notas encumbrando un personaje de ficción. Y es que por mucho que nos cueste entenderlo la única manera de «conseguirlo» a lo grande pasa por diseñar el personaje antes que las canciones, precisamente porque es muy probable que los buenos estribillos lleguen en el intento. Resumiendo: «Hacer dinero es un arte y los buenos negocios son el mejor arte». Pues hay un tío de Carabanchel que aplica al pie del cañón las profecías del Warhol ese.

Así y en cada fotografía, en cada plano recurso de cada uno de sus vídeos y apariciones televisivas hay referencias a todo tipo de ámbitos artísticos, desde la arquitectura brutalista de Javier Carvajal Ferrer al bigote de Aznar antes de ser imbécil, a la ropa interior de Los Sopranos colgada al sol, las cadenillas y los camareros del Lhardy... por supuesto, todo debidamente aderezado con la españolidad LGTBI del Niño de Elche, el ritmo playero de Toquihno o la producción crema de un Alizzz convertido en el Midas de lo que no se ve, pero se siente y hace pum.

Sirva por tanto este artículo para expresar mi más absoluto respeto por las canciones de un extrapero adicto al Auto-Tune, de un bailarín de cintura cementosa, de un boxeador con párpados de Sócrates que ha salido indemne en su intento de rimar «en tu forma de hablar» y «en tu culo al pasar»… y también algo más rico. Sé que estas cosas no le gustarán nada a algunos catedráticos del dogma, otros pensarán que se trata de un producto cárnico con ínfulas de comida gourmet, pero para no saber hacer nada este chico lo hace mejor que nadie. Lo reconozco, soy Tanganista. Lennienista ya lo era desde que nací.

Ilustración: autor desconocido

Unidos por la pérdida

Últimamente resulta imposible esquivar el tema de marras, como si todos los caminos condujeran al virus, y el día a día, con sus consecuencias y a destiempo, orbitara alrededor de una enfermedad que, poco a poco, adopta múltiples formas. Y es que por un lado, proliferan aquellos que expresan su incapacidad para acatar del toque de queda, manifestando que muchos sufrimos un ataque de ceguera, ansiando declarar la insurgencia y salir a quemar la noche en nombre de la libertad individual. En frente y con mascarilla, otros más pacientes o quizás entumecidos por la manera con la que algunos reclaman ese derecho a vivir, un verbo que roza la supervivencia, pero que implica al conjunto de la sociedad. En definitiva; polos opuestos unidos por la pérdida.

Porque mientras nos enzarzamos en discusiones sin final cierran los cines y los bares, la tienda de instrumentos y el único restaurante con menú a precio de ciudad habitable, espacios y tiempos en los que solíamos jugar. Desprenderse de ellos y su recuerdo significaría borrar un pasado que perfila este presente gris, de igual manera que siempre guardamos el número de padres y amigos fallecidos por miedo a no poder llamarlos cuando nos hagan más falta, quizás en un futuro de espuma y playa.

Así estamos, entre el duelo y la memoria, un poco deshilachados, aunque con el dedal y la aguja preparados para tejer puentes y algún que otro acuerdo que nos aproxime un poco, al menos lo suficiente para evitar perderse de vista desde la otra orilla. Es en ese punto geográfico, con el viento despeinándonos y las orejas frías cuando seremos conscientes de que lo que se pierde nunca se va y, si se va, nunca termina de perderse.

Ilustración: https://robbailey.studio/