Gente que sonríe al mirar el móvil mientras camina

Ahora que la vida comienza a recuperar su bullicio y la mascarilla ya sólo representa el peligro limitado al interior, irrumpen las caras; y con ellas ciertas costumbres de la calle. Hay muchas, una reina: gente que sonríe al mirar el móvil… mientras camina. Pero no se trata de un gesto cualquiera, sino más bien de una mueca perfectamente intercambiable entre viandantes de doce a cuarenta y pico años. Ahí están ellos y ellas —me incluyo los días de paga—, agentes del caos cortocircuitando el flujo natural de las aceras, y todo al tiempo que muestran piñata y acercan la nariz a la pantalla. Pero ¿por qué sonríen si andan perdidos en el Whatsapp?

En principio podría ser que reciben mensajes divertidos, alguna foto-video-GIF de su versión más humana marchando por la calle sin el iPhone, anacronismos que les vuelve tiernos y por lo tanto seres felices. Descartado. Quizás se deba a que la cercanía de la muerte inspira la sonrisa, una manera de asumir el fin por atropello o el impacto contra una farola como la mejor manera de despedirse del mundo virtual —el otro hace tiempo que desapareció—. Tampoco cuadra.

Tras varios días de intenso debate y extrañamiento por la epidemia del rictus (muy agradable por otra parte) se impone la razón. Cuando uno mira el móvil en movimiento reduce la velocidad de paso, anda como un zombie, se rebela contra una sociedad idiotizada por los luminosos y los edificios altos, por fin se conecta con los suyos haciendo desaparecer a la inmensa mayoría nazi. Sucede que todo dura lo que dura el gesto y, al volver a caminar erguido, vuelve el mohín, ese de la realidad fuera de los márgenes del móvil. Ahora se sueña de esta forma, y uno echa de menos hacerlo dormido, quizás durmiendo.

Ilustración: http://www.nhungle.com

Última hoja del otoño

Existe una calle, una de esas intersecciones difuminadas por el sol y los pasos, en la que cada otoño tiene lugar el milagro de las cosas pequeñas. Ahí, adherida a la rama del árbol con la simple ayuda de un peciolo a merced del frío acechante, se encuentra la última hoja del otoño. Sólo hace falta pararse bajo el árbol correcto, levantar la vista y seguir la dirección de las ráfagas del viento que, año tras año, camufla las aceras de rojo arcilla. Lo que viene después nada tiene que ver con la ficción y sucede de la misma forma con que las facciones del rostro cambian al ser escrutadas con delicadeza, caricias de iris y pupila, como si a través de la observación microscópica y astronómica fuéramos capaces de percibir lo invisible, precisamente por mostrarse ante nosotros con la insistencia de los días después de los días.

El residuo umbilical se consume con cada persiana que se cierra. Sin embargo, la hoja titila, brilla sin dar luz, se aferra a la vida familiar en las alturas. Porque nadie quiere abandonar el calor y girar en círculos concéntricos, excéntricos, sin un lugar al que volver cuando aúlla la noche. A pesar de recibir en sus limbos los últimos espasmos de savia, también tiembla. ¿Siente miedo? ¿Sopla norte? ¿Acaso hay algo más humano que resistirse a morir?

Quizás sea todo culpa del observador, siempre empeñado en encontrar esa conexión con lo que le rodea, ser árbol cuando la tierra se desmorona, regresar al cuerpo cuando la playa decora el calendario. Sorprende darse cuenta de que podemos verla en cualquier calle, una y un millón, lo mismo da. Ella, dentada y frágil, representa el mal de este presente incierto: añorar el pasado enredado en el viento. No os perdáis el milagro de la última hoja del otoño; no os perdáis el milagro; no os perdáis.

Fotografía: Yamamoto Masao

La calle de Fernando Simón

Porque las cosas cambian. Así es como, después de meses tan raros, comienza a instalarse sobre Madrid un halo de vuelta a lo de siempre, con sus tiendas repletas de artículos inútiles, sus peleas entre ‘ubers’ y taxis y esa nube tóxica atravesada por un rayo de sol en dirección a un dry martini. La transformación no solo se aprecia en las calles, sino que le acompaña la nueva percepción de todos aquellos que estuvieron en primera línea. De esta forma, el efecto de Fernando Simón transfigurado en mosaico, obra del artista Basket of Nean, se replica en la política.

Ahora Almeida es una figura monumental tamaño madroño, Isabel Díaz Ayuso un mal sueño que genera pesadillas y el ministro Illa, con ese aspecto de funcionario de Administraciones Públicas, un hombre de acuerdos alejado del mal inherente al poder. ¿Y dónde está Gabilondo, aquel discípulo de Platón perdido en el foro? Será que Yolanda Díaz habla con la contundencia de un filósofo moderno y Javier Ortega Smith, madrileño de pro, solo sale para darnos pena. Y muchos añoramos a Carmena.

Ese parece ser el único premio del paso del tiempo: convertir a las buenas personas en obras de arte. A veces situadas en esquinas invisibles, otras junto a San Simón, el zelote dispuesto a entregar la vida por sus creencias, un poco como algunos de los nombrados sin la sombra de la religión. Por fin el doctor tiene su calle, por fin nuestra ciudad está a la altura de dos mayúsculos en este barrio de lágrimas: Simón y Nean. Amen. Sin tilde.

Ilustración: Basket of Nean

Por un viernes sin piropos callejeros

Desde hace semanas se ha instalado en muchos hombres la creencia de que la vuelta a las calles significará tres cosas que en realidad son dos: disfrutar del verano a tope de gama, el regreso de la piel y los escotes en aceras y terrazas y un montón de mujeres ávidas de sexo tras un tiempo de encierro y castidad P2P. Pensar en ese posible escenario les brinda la oportunidad de encontrar el paraíso perdido en la tierra, aunque ahora exija llevar mascarilla a todas horas. Incluso durante el coito.

Así es como en mis paseos vespertinos del despacho al Carrefour vengo observando determinados comportamientos entre la facción masculina que afloran con más fuerza que nunca. Los «oye, guapa, ¡cómo te quedan esos shorts!» se alternan con un «¡joder, qué bien hueles, reina!», y los viejos que se dan media vuelta y resoplan ante el paso de una estudiante de psicología proliferan al ritmo con el que las calles recuperan el aspecto de siempre, el de espacios comunes donde muchas mujeres no parecen sentirse nada cómodas.

Por fin es viernes. La promesa del fin de semana nos alegra un poco esta semana zombi y quizás sea el momento idóneo para recordar a todos esos usuarios del piropo callejero que se abstengan o utilicen las normas de distanciamiento, precisamente para dar rienda suelta al verdadero sueño húmedo de ellos y ellas: el halago siempre sobra y más si no es pedido; en la cama también se folla con palabras. No seas imbécil y cállate.

Ilustración: https://www.redbubble.com/