El polvo

El polvo trajo nuevos colores al paisaje. La montaña dio paso a una duna sin alacranes y, entre medias, la luz se hizo mortero. También hoy el cielo se confunde con un plato de cocina, con mucho pimentón, fósforo y hierro pa’ los ojos. Viene bien entre tanto gris tirando a negro, remueve los puntos cardinales para recordarnos que el Sáhara termina en la Castellana y que una guerra a miles de kilómetros genera terror en el vientre de una madre de Los Palacios y Villafranca Así andan últimamente estos tiempos, entre la psicosis y la sobredosis de un cuadro expresionista. De lo abstracto ya se encarga el hombre, empeñado como siempre en acelerar el fin de un mundo dislocado.

Lo peor de este polvo no es el lodo. En todo caso el aire nuclear con muerte al fondo. En cuanto a los coches nada que decir salvo que, por fin, valen para algo. Un dedo, un contorno, un «lávame, guarro» y la sensación de que la calle puede ser todo lo que queramos salvo nuestra. Lo de limpiar ya es otra cosa. ¿Alguien sabe cómo sacarlo de casa si hace años que sólo practicamos el amor en vertical? ¡Que entre, por Dios! Resulta que esta arena roja absorbe el dióxido de carbono y alimenta a los peces más pequeños. Los humanos miran. Algunos sueñan con ovejas pardas.

Teja, cobre, un toque de arcilla y tigre. Así empieza el día para terminar en un fundido a negro. Resulta que son las tormentas las causantes. Quizás por eso llueve poco en este Madrid tan falto de vida y saturado de conciertos. Las especias llegaron del sur mientras el norte miraba hacia el este. Qué cosas. Para terminar el óleo pienso en un jinete cabalgando sobre un caballo color de plata y agua. Después aspiro la ventana, soplo esquirlas de polvo contra el atardecer. A esta realidad le sienta bien el maquillaje, sin duda.

Ilustración: Guy Billout

Coca-Cola contamina más que Vox

Escribió Jorge Guillén: «Todo lo inventa el rayo de la aurora». Los versos no continúan, pero podrían hacerlo, de la siguiente manera: «Ya se encargará el hombre de extinguirlo». Así hemos pasado el año, oxidando los meses, incapaces de ver luz al final del túnel, precisamente un tren de lejanías dirigiéndose hacia nosotros a la velocidad de una luciérnaga. Y claro, llegan las estadísticas del año. Las de Spotify y el Ministerio de Sanidad primero. En los hilos de Twitter, y haciendo el ruido de un pájaro chocando contra un cristal, planean los niveles atmosféricos de dióxido de carbono, superiores al máximo alcanzado en 2019, sin pandemia y con expectativas de futuro. Le siguen varios récords infames: el incremento de 1 (en)coma 2 grados de la temperatura global y Coca-Cola convertida en la estrella que más contamina con sus plásticos. Así funciona la mecánica celeste en un lugar llamado la Tierra.

Muy cerquita, a apenas unas miles de toneladas de basura, le siguen —y cito por orden necrológico— Pepsico, Nestlé, Unilever y Mondelēz International Inc., todas ellas empresas dedicadas al mal comer y el peor beber además de a la higiene corporal que no corpórea. Por supuesto, mencionar de lejos los incendios que han arrasado más de un millón y medio de hectáreas en California, Australia y un pulmón canceroso —por lo de que querer extirparlo— llamado Amazonas. Y claro, China vuelve a superar a los Estados Unidos en su lucha por ser menos sostenibles, lo que significa que, durante los meses de encierro, lo único que hicimos fue limpiar más la casa y ensuciar un poco más el más afuera.

Añadía Neruda aquellos versos, los de «el río que pasando se destruye», y lo hacía mucho antes de otear el 2020. Mientras tanto, aquí nadie dice nada por si acaso. Será porque tenemos que pensar en darle cuerda a la rueda del consumo sin cuidado, colmar a la familia con regalos sin presencia, olvidarnos un año más de que sin aire no hay vacuna. Supongo que esas son preocupaciones de vates y jipis. Sí, el mundo está bien hecho, querido Jorge, y nosotros vivimos atrapados fuera de él. Un año menos.

Ilustración: https://www.lilypadula.com/

Si Greta debería estar en el cole, ¿los demás dónde?

Nadie sabrá nunca a ciencia cierta cuándo sucedió. Simplemente ocurrió. De pronto, el medio ambiente dejó de ser preocupación vital, ese problema que afecta a 7.000 millones de personas —con algún miope de VOX quemando rueda— para convertirse en alineación ideológica y, por lo tanto, en política. Por un lado, la izquierda con sus mítines apocalípticos, esgrimiendo humos de superioridad moral. En la otra costa, lejísimos, la derecha y su mensaje de ruido y furia indiscriminada contra aquellos empeñados en dar visibilidad a la emergencia planetaria. En medio, Greta en un barco de papel, ejércitos de adultos con ojos abiertos y sus niños perdidos en un mar de plástico.

Y es que la niña enfadada ha aumentado la temperatura del debate —1,4 grados desde 1880—, y de la contaminación hemos pasado al trueque de palabras. Ahora el cambio climático es crisis, la misma que acecha nuestro bolsillo cada ocho años, quizás debido a que la mera posibilidad de llegar a desaparecer como especie es ahora una certeza (casi) ineludible. Sin embargo, los escépticos y negacionistas, ansiosos por escuchar crecer los márgenes antes que a la humanidad, no tienen ningún reparo en llamar inquisidora, puta loca o subnormal a una adolescente sueca. En ese sentido aquí no hay ni subterfugios ni eufemismos atmosféricos.

Lo mejor sería que todos esos ágrafos medioambientales regresaran a la escuela. Frente a la señorita Thunberg, desprovista de título y menor de edad, aprenderían a juntar las vocales y las consonantes, después las frases exclamativas y las oraciones subordinadas, para terminar escribiendo en la pizarra: «¡Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo!». Nos guste o no.

Ahora Greta Thunberg es el enemigo

Al sector de los poderosos —usuario acérrimo de «Just for men» con tendencia a escorarse hacia la derecha blanca y conservadora— le ha salido un enemigo con tres particularidades especialmente irritantes: es menor de edad, mujer y además tiene el síndrome de Asperger, forma de autismo caracterizado por afectar a la interacción social y la comunicación.

Imbuidos en una espiral de emisiones de CO2 que avanzan al ritmo de un oso polar varado en el mar, este grupo de escépticos —encabezados por Trump y su jauría propagandística en Fox News, The Daily Wire y Breitbart— no solo consideran equivocadas las conclusiones de más del 90% de la comunidad científica en las que se apunta a la actividad humana como uno de los factores del calentamiento climático, sino que ven en esta niña de mirada vidriosa un ejemplo perfecto de manipulación parental, la reencarnación de los niños del maíz en modo Generación Z, el canto del cisne de una izquierda empeñada en dar voz a una «retrasada» —palabras textuales— con pretensiones de mesías en impermeable caro.

Porque Greta Thunberg representa a viejos y nonatos, a políticos y surferos, al presente gris y su futuro negro, y esas críticas hacia la única influencer necesaria ponen de manifiesto que la cuestión ambiental se ha llevado hasta el ámbito de la creencia, ignorando los indicios estadísticos que apuntan hacia un intento del machismo por seguir siendo relevante en un mundo exacerbado por el aliento fétido de sus dueños.

Es curioso, pero si el lugar de la pequeña hubiera estado ocupado por un madurito, afroamericano y sin ningún trastorno neurobiológico, estaríamos hablando de Obama. Por supuesto, las críticas seguirían siendo feroces, y sin embargo, nunca llegarían hasta tal extremo. Quizás lo que les jode no sea la extinción de toda forma de vida en la tierra; más bien que el cambio climático posee la cara de una super guerrera al grito de «aquí y ahora».

El día que David Gilmour subastó todas sus guitarras

Algunos no sabrán quien es David Gilmour y, sin embargo, todo el mundo ha escuchado alguna de las canciones de su grupo, uno de esos monumentos sonoros que transformaron para siempre el mundo, convirtiéndolo en un lugar mejor. ‘The Wall’, ‘Wish you were here’, ‘Comfortably Numb’… la lista es larga e incluye momentos definitorios en la vida de muchos guitarristas que aprendieron a mover los dedos y los ventrículos del corazón al ritmo lento marcado por el chico del pelo largo y los ojos azules tirando a mar.

El caso es que ahora el chico en cuestión, un señor calvo y viejo, se ha desecho de todas sus guitarras en una subasta, obteniendo la friolera de 21 millones de dólares que ha destinado a la lucha contra el cambio climático.

Este acto —para Marc Gasol sería el equivalente a la amputación de los dos brazos— debería ponernos, por lo menos, en alerta. Y no por la cuantía recaudada —pagar cuatro millones por una guitarra es un síntoma grave de pérdida de perspectiva—, sino por la importancia que los instrumentos tienen para la mayoría de sus propietarios, tatuajes de madera pintada asociados a instantes muy particulares que terminan en manos de coleccionistas fanáticos, paletos con gorras de los Nets y hombres de negocios enfundados en trajes a medida que colocarán la Stratocaster negra o la Martin D-35 en una urna climatizada, convirtiendo a un ser vivo repleto de melodías en un objeto mudo, en las cenizas de una santa que una vez fue música… y además inmortal.

Quizás despidiéndose de sí mismo y quedándose un poco más solo en su mansión el señor Gilmour quiera recordarnos que sin un planeta tierra en el que vivir ni siquiera habrá lugar para las canciones, los únicos pobladores que no ocupan espacio y habitan, al mismo tiempo, en todos nosotros. Gracias por el recordatorio, David; ahora me siento confortablemente entumecido ante un futuro incierto.