Querer algo normal

Normal. Que fluye y ocurre espontáneamente y por esta razón es aceptado, lo común, lo que no afecta ni molesta a la propia persona ni a los demás. De tanto ansiar la normalidad hemos vaciado su carcasa. ¿Que qué es lo que quiero? Salud, un piso con luz y plantas que den flores, realizarme en el trabajo y terminar a las seis para hacer compra, ver películas con alguien que me aguante hasta los créditos… Porque, a pequeños rasgos, esta extravagante aspiración de todos denota falta de imaginación. Querer algo normal es imposible, más aire.

Y es que normal procede de las matemáticas y la escuadra de un carpintero, perpendicular, ángulo recto, perfección que mide la belleza. Nada que ver con gente que quiere, no se quiere y abandona, que no sabe y si sabe se aburrirá pronto. Así son las cosas y, siendo normales, las cosas son lo que tienen que ser. Pero, ¿por qué resultan tan inalcanzables? Por el poder concedido a esta palabra que promedia el mundo. La norma, un matrimonio con dos hijos rubios sonríe frente a una casa con jardín muy verde. Flash de foto, una mentira.

Aspiramos a ser normales sabiendo que la normalidad, en el fondo y la forma, es una mierda. En todo caso, querremos que lo próximo sea más de andar por casa, ya que el pasado y el presente parecen hechos a la contra. Quizás por eso nos ponemos una braga limpia cada mañana, colocamos los pies en el asiento para evitar la mirada de otro pasajero, dientes cepillados siempre en vertical. Anochece. Así nos pasamos la vida, huyendo de la costumbre para enfrentarnos al único miedo que da miedo, aquel de ser como los demás. Pues eso, plantas que den flores, lo normal, otro milagro.

Ilustración: Hiroshi Nagai

Cuando tu casa ya no es tuya

Una casa es todo menos un bien inmueble. Sus tabiques esconden coágulos de escayola y cable, tardes sobre un tiempo de ventanas hacia dentro. Mientras, el inquilino, habitante del planeta hogar, aplica sin excepción ese principio del ir envejeciendo, acumula cosas, abre el portal soltando aire. Las paredes, por su parte, resisten como pueden los desconchones de la gravedad. Y es que la buena casa es como un perro que no ladra, que apaga la vida ahí fuera. Vender caro, mudarse a otra sobre la colina o cambiar el color de las habitaciones implica dejarse un poco atrás. La casa siempre queda, incluso ya vacía, de ahí que nunca pueda ser del todo nuestra.

Y no lo es porque refleja y amplifica lo que eres. Lo bueno y lo peor. El olor a café por las mañanas, un niño que grita en el patio de vecinos, aquella conversación en la que te dijo que te quería como amigo. Entonces miras las fotos, la bañera exenta. Nadie ha muerto, cierto. Tú, que nunca quisiste desconocidos en la casa, dejas de reconocerte. ¿Qué te has perdido? ¿Cuándo? Esta casa hoy, este lunes, reconstruye con fidelidad la estela que te trajo. De ahí que pidas más pintura, esto es la guerra.

Dios viene cada vez menos a visitarte, aunque la cocina tenga forma de confesionario y el salón ocupe el espacio de un altar sin flores, cosas de arquitectos y ateos. La máquina de la felicidad según Le Corbusier necesita fe y mantenimiento, vacío para volver a decorarse con recuerdos frescos y a medida. De la casa al domicilio siempre va un trecho, chocolate en la nevera y una esperanza: cada noche y con la luz apagada formarás parte de las constelaciones del hombre en la Tierra. No fue un sueño.

Ilustración: Guy Billout

Mi pueblo arde

Arde sobre quemado, como en un sueño con agosto por delante. El fuego bajó por la montaña, rayo a oscuras directo al centro de los días largos. La casa con el olivar al fondo, el reloj de las horas y la infancia, las noches sobre los tejados… Todo eso ya no es, quizás ceniza. En cambio, conservamos la llave de la puerta en el bolsillo, único asidero cuando todo prende. Mientras, un país con ganas de matar observa en la distancia, culpa al cambio climático del acto humano más cobarde. A base de mechero y gasolina desaparecen mapas y lo que es peor, ese tiempo de pan, chorizo y tardes a la fresca.

Porque en lugar del pueblo hay pérdida, un rastro de muerte que parece aire. Los veranos de ahora vienen con alertas y números de escala, también agua caída del cielo a borbotones. En el monte, los voluntarios limpian los rastrojos; en el calendario, el cuerpo de bomberos ya no sale. La vida sucede en la ciudad, otro fuego, así que los pequeños quedan a la sombra. Y los vecinos se consuelan con palabras huecas y sombreros de paja. Ojos de bebida fría. «Es lo que nos ha tocado vivir», dicen. Después se dan la vuelta, pero vuelven a un no lugar, el suyo. Instinto.

Lo único que importa ahora es la dirección del viento. Si se levanta habrá que espabilar, mover al ganado hasta el abrevadero. El fuego se mueve libremente ante víctimas estáticas, quemadas o con presentes y futuros ya disueltos. Las luces de las ambulancias añaden algo de color a este paisaje. Silencio ante lo inevitable: la casa de todos es un polideportivo que cuenta con las comodidades del siglo XXI. Otro helicóptero. A última hora de la España de hoy, mi pueblo es leña. Queda pendiente una vida que arde en preguntas, que arde y sólo arde.

Ilustración: Masayasu Uchida

He limpiado debajo de la cama

Si hay otros mundos ahí fuera están debajo de la cama. Nada que ver con monstruos o ventanas de tobillo para abajo. Porque entre la niebla, como si de un puente lejos del sueño se tratara, aparece el desperdicio, ese que va por dentro y no hace ruido, el importante. Bolígrafos de punta fina, monedas fosilizadas, parte de la tarima que sobró, piel, pendientes, pilas. Y sobre todo polvo, uno sin estrellas cerca, jerséis tejidos con ruecas sin memoria. Y ventilas. El portero saca la basura, pero el polvo se queda a vivir dentro del polvo, resiste las corrientes y el empeño de los hombres por dejar correr el tiempo. De la montaña a la casa, de la casa a un lugar de noche siempre.

Nadie vino del polvo acorralado, animal granítico. Las heridas son primas hermanas. Distinto tuétano, misma resistencia el paso de los días y el plumero. En polvo escribes, a sus dominios vuelves porque todo era y será polvo, incluso lo que ya dejó de ser, más polvo. Al sacudirlo, ¡dale, dale!, vuelve a la vida, se dispersa bajo la luz de canto donde la magia opera. Extraña trayectoria, arriba, a un lado, más abajo. Luego recupera su rincón como los gatos. Nada se puede hacer para evitarlo. Bueno, observar su trayectoria de copo de nieve sin épica, un truco.

Así he pasado toda la mañana, peleándolo. En unos días volveré a mirar debajo del colchón, comprobaré que el polvo avanza como el fuego, rueda a mis espaldas. Él se resiste, me escribe cartas desde un pasado de pelo y manchas de vino. Cada día nos parecemos más, de ahí mi empeño en hacerle frente con jabón y dolor en los riñones. Olvidaos de Marte y la conquista del espacio. Limpiad debajo de la cama, la mejor manera de admitir una derrota. Gana siempre. Y con su vida extraterrestre me ilumino el rostro.

Ilustración: Guy Billout

Arreglarse para quedarnos en casa

Cada viernes la escena se repite en cada barrio, en cada espejo de cada casa, aquí, en París o a las afueras de un lugar llamado Tierra. Y el sol se esconde a pesar de nuestra negativa a que lo haga, y las farolas iluminan la calle vaciada y el silencio se transforma en código morse. Es en ese momento, ni antes ni después, cuando uno se hace el loco y abre el armario, elige la mejor combinación posible, el azul con un toque de blanco, quizás un traje sin corbata o aquel vestido que teníamos reservado para una ocasión estelar, brillante como la promesa de una noche. Pasamos la cuchilla bajo el agua caliente, gel en cada recoveco, labios carmín, algo de rímel, rociamos perfume en la intersección del cuello y las muñecas y nos sentimos bien. Hoy es viernes, el mejor día para arreglarse y quedarnos en casa.

Con esta liturgia —impensable hace apenas un año— no pretendemos ignorar lo que sucede ahí fuera. Bueno, quizás un poco, pero se trata más bien de prestar atención a nuestro núcleo íntimo, sentir que estamos aquí y ahora sin estar en otro lado, jugar a ser terratenientes de una vida en pausa en la que todavía es posible vibrar sin hacer daño a los demás. Porque aspirar a impresionarse a uno mismo debería ser el mantra de este tiempo alambrado, lejos de miradas y gimnasios, de códigos y etiquetas. Cada uno la suya y todos en el sofá viendo alguna de los hermanos Cohen.

Algunos pensarán que se trata de un acto de inmadurez, pura frivolidad en el fragor del hospital. Nada más lejos, precisamente porque vernos guapos entre tanta muerte y cerrojo nos hace valorar en su justa medida el hecho de seguir respirando. Y así un reflejo se convierte en el mayor acto de resistencia frente al desastre de desaparecer ante nuestros propios ojos.

Ilustración: http://www.rikiblanco.net/portfolio/

El muro de casa

Cada mañana y desde hace varios días —en realidad son uno repetido—, muchos urbanitas miramos por la ventana de casa y nos topamos con un muro blanco, inmóvil, ligeramente achatado por los polos. La verdad es que nunca le habíamos prestado demasiada atención, pero ahora se ha convertido en uno más de la familia. De pronto, el mejor amigo del hombre confinado no es el perro ni las palomas mensajeras sino los sueños y el anhelo, y el blanco de la pared su tabla de salvación, muro que te quiero muro, muro rama, muro olivo.

El mío se porta muy bien. Es limpio y educado y nunca protesta cuando dibujo con un pincel de memoria momentos del pasado, tardes de playa del color de mariposas cautivas, paseos en bicicleta por calles convertidas en bebederos para jabalíes y corzos, brindis, baños, conchas y música en descomposición. La luz es la pelota de Steve McQueen y el blanco la excusa perfecta para poner en práctica la teoría del color, la fórmula de la gran evasión, el escapismo doméstico hecho fotograma.

Cuidad de vuestros muros. Son postal con forma de montaña nevada, ámbar en el que sumergirse cuando la paciencia pretende saltar por la ventana y, a juzgar por nuestro color de piel, todos somos un poco albarrada, caballos salvajes en tacones Louboutin. Por primera vez en la historia de la civilización, recurrir al pasado es más dulce que intentar huir del presente soñando. Mi muro, mi puente, mi granada de mano.