El muro de casa

Cada mañana y desde hace varios días —en realidad son uno repetido—, muchos urbanitas miramos por la ventana de casa y nos topamos con un muro blanco, inmóvil, ligeramente achatado por los polos. La verdad es que nunca le habíamos prestado demasiada atención, pero ahora se ha convertido en uno más de la familia. De pronto, el mejor amigo del hombre confinado no es el perro ni las palomas mensajeras sino los sueños y el anhelo, y el blanco de la pared su tabla de salvación, muro que te quiero muro, muro rama, muro olivo.

El mío se porta muy bien. Es limpio y educado y nunca protesta cuando dibujo con un pincel de memoria momentos del pasado, tardes de playa del color de mariposas cautivas, paseos en bicicleta por calles convertidas en bebederos para jabalíes y corzos, brindis, baños, conchas y música en descomposición. La luz es la pelota de Steve McQueen y el blanco la excusa perfecta para poner en práctica la teoría del color, la fórmula de la gran evasión, el escapismo doméstico hecho fotograma.

Cuidad de vuestros muros. Son postal con forma de montaña nevada, ámbar en el que sumergirse cuando la paciencia pretende saltar por la ventana y, a juzgar por nuestro color de piel, todos somos un poco albarrada, caballos salvajes en tacones Louboutin. Por primera vez en la historia de la civilización, recurrir al pasado es más dulce que intentar huir del presente soñando. Mi muro, mi puente, mi granada de mano.

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