De la puta superación

Viene muy mal que Nadal o Chanel ganen. No por ellos, sino porque, a día de hoy, cualquier acto, pensamiento u omisión tiene demasiadas implicaciones y retweets. Está escrito en las paredes y en Youtube: «Nada es imposible», «Tú pones los límites». De cualquiera de estas dos mentiras alguno inferirá un objetivo inalcanzable. Y es que nos superamos con cada puesta de sol —todavía respiramos— y, sin embargo, poco tenemos que ver con la capacidad de dejar atrás una adversidad o trascender un límite. Más bien se trata de un dogma bancario aplicado a los humanos. Soñar a lo grande duele y soñar, precisamente, deja fuera las cosas del vivir.

Porque si aguantarse a uno mismo debería tener la consideración de hito histórico, ¿qué hacemos con todas esas promesas imposibles con las que nos avasallan? Una respuesta pasa por comprar un libro de autoayuda… para calzar una mesa. La otra es el axioma del éxito mal entendido: casi nadie triunfa en términos publicitarios. Tampoco aquel que hizo todo lo necesario para prosperar. Superación infinita en gente finita… algo no cuadra.

Quizás el universo conspiró a nuestro favor el día que nacimos. Poco después, con la calma y la teta, se olvidó de nosotros para siempre y ahí seguimos aliviándonos, un verbo que se impone siempre a esa mejoría de los titulares y los influencers. De tanto intentar mejorarnos terminamos explotando y explotándonos, de ahí que la verdadera superación resida en tenerlo claro. Realidad, ponnos obstáculos que ya ganará Nadal.

Ilustración: Geoff McFetridge en www.championdontstop.com

El festival de las ocasiones perdidas

La indignación es un motor que gripa. Así se demuestra en estos titulares: «Indignación de los autónomos por el hachazo a las cuotas»; «Indignación con el regreso de Carlos Santiso al Rayo»; «Indignación de Neil Young ante los comentarios antivacunas de Joe Rogan»… La indignación a solas, ella, anda envuelta en el origen de muchos de nuestros actos, tanto que llega a deshacernos. La penúltima, y la de la última semana, arremete contra la decisión de un jurado, algo incomprensible porque la inserción de la palabra concurso junto a la palabra música implica, ya por definición, que algo huele a podrido en Benidorm. Después llega la ira y ahí, en el cruce de Rigoberta, Tanxugueiras y Chanel, la sangre acompaña la canción de fondo, boom, boom.

Le sucedió lo mismo a Carrie en aquel baile de fin de curso. Ahora, en cambio, nadie tiene poderes telequinéticos —excepto RTVE que velaba por su inversión— y tanto enojo desde tantos frentes no hace más que refrendar el profundo desinterés por lo que sucede en esta supuesta industria: conciertos vacíos o cancelados, nula promoción de canciones para no bailar y todo a toda hostia y en Spotify. Bueno, pues sucede que el anonimato también hace carreras, permite avanzar hacia algo bello y perdurable. Aviso para fans: la pasión se demuestra cada día.

En el ángulo muerto, relegada a un par de tweets con ánimo de hacer pensar —pereza—, queda una profunda sensación de fracaso. El folclore popular, la teta y la madre, los discursos de mujeres con razones para cambiar no ya el mundo pero sí una baldosa, todo eso se topa con un muro de vetustas e inamovibles reglas que dan forma de falo a este sistema. Resulta que, de momento, solamente hay espacio para la misma sangre de siempre. Una ocasión perdida. Otra más.

Ilustración: olimpiazagnoli.com

Billie Eilish, ¿del cuarto al estrellato?

De repente llega una niña de dieciocho años con nombre de chico y mala cara, las rodillas en carne viva y el pelo Pantone® verde 354 C y arrasa el mundo con canciones escritas en una leonera junto a su hermano Finneas. Y claro, el resto de músicos (jóvenes y no tanto), deslumbrados por la fibra, el éxito y los auriculares del tamaño de un guisante creen haber encontrado la manera de seguir sus pasos de gigante en chandal porque, si ella pudo hacerlo en un estudio-mesa Ikea, ¿por qué los demás no?

Hecho el sueño, hecha la trampa. Detrás de la música —fascinante, oscura y pegadiza como el coronavirus— encontramos a varios señores con barba y gorra que se han labrado sus carreras sónicas a los pies de Beyoncé, Ariana Grande, Drake o Ed Sheeran. Pero, rebobinemos. En 2015, publica una canción en Soundcloud que llama la atención de pesos pesados de la industria —discográfica y mediática— como Zane Lowe o Jason Kramer, «arrastrados» a ese «streaming» en particular por obra y gracia del manager de los hermanitos. Y llega el publicista conectado con Chanel, y de ahí a una estilista y en el 2016 firma por una filial de Interscope Records encargada de modelarla para reinar en la vanguardia de la fealdad.

Las canciones se relanzan en 2017 vía Apple Music’s Beats, se graban varios remixes para que suene y resuene en los clubes más «cool» de Las Vegas e Ibiza, la chavala firma con Next Models, su lista de Spotify lo peta con un billón de escuchas y en 2019 lanza un disco que es un prodigio, tanto estético como sonoro. Ahí está, amigos; entre el cuarto y el estrellato se interpone todo un oscuro universo para el que solo están destinados algunos planetas, Rosalía, tres satélites Tesla y una estrella llamada Eilish, Billie Eilish.