No me mientas, por favor

«Solo te pido que no me mientas». Y es que la mentira es el mayor temor humano. Luego vienen la muerte y la declaración de la renta, la ansiedad y las tardes de domingo, otros inviernos. Pero ella gana porque implica una forma de fe en el otro más poderosa que una oración. Tantas vidas construidas sobre una mentira, tantas ruinas… de ahí que solo aquellos con buena memoria sean buenos mentirosos. En el fondo, todo el mundo miente, peor o por deporte. A veces para evitar la sangre, otras para ocultar una verdad cruel. Tenedlo en cuenta antes de mentir; «de una bola nunca se vuelve». Siempre con la mentira por delante.

«Vamos a contar mentiras». Sale una media de veinte al día. Mentir a todos a todas horas: sobre ese libro que nunca leímos, con las cervezas y el gimnasio. También cuando decimos te quiero y no queremos, cuando ya te llamarán, cuando llamamos al trabajo enfermos por culpa del alcohol. Mentimos a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros vecinos, a nuestro perro y a la planta que miente de noche bajo la ventana. Y lo peor es que no paramos de mentirnos a nosotros mismos. Será porque queremos parecer mejores.

«El arte de vivir es el arte de saber creer en las mentiras». No somos mentirosos por naturaleza, lo somos por supervivencia. La mentira como talento, la mentira como bálsamo. Encontramos la felicidad en actuaciones y ardides sabiendo que la verdad no le interesa a nadie, aunque nos la reclamen cada día. La mentira nos hará libres siendo presos, la verdad nos dejará solos. La diferencia entre una y otra es que la primera duele muchas veces poco hasta que al final nos pudre. La segunda viene con un gran disgusto. Después paz y silencio. Si tengo que elegir elijo la bondad. Por eso miento.

Ilustración: Andrea Ucini

Silencio: habla la ciencia

Poco a poco, el silencio se ha ido haciendo un hueco en nuestra habitación, en los portales, en la calle. Incluso los propios músicos —que comenzaron a retransmitir indiscriminadamente cientos de conciertos desde casa— han caído en la cuenta de que si el sonido no acompaña quizás lo mejor sea esperar al momento de la «liberación» para devolverle al aire las melodías perdidas, ahora ocultas por una realidad inapelable, oscura, densa como el odio. Spotify lo confirma en sus estadísticas de marzo: se escuchan menos canciones. En Wuham, aquí y en Lombardía.

Precisamente ahora, los voceros de lo cotidiano, políticos, periodistas y carroñeros con un desinterés absoluto por la verdad, han dado paso a una nueva categoría de contadores de historias generalmente abonados a la soledad del laboratorio de fondo: los científicos. Y ocurre en Estados Unidos con Anthony Fauci, en España con Fernando Simón y Miguel Pita, o en China con el fallecido Li Wenliang, expertos epidemiólogos y genetistas acostumbrados a trabajar entre el anonimato, algo parecido a la fe y la precariedad, siendo precisamente esta última una de las razones de la pandemia.

De pronto, la ciencia tiene un hueco en la agenda y se convierte en el único interlocutor fiable, como si la barbarie de la realidad encontrara en una bata blanca su área de descanso, palabras inspiradas por el ensayo y el error con la capacidad de describir lo invisible tal y como es, lejos de ideologías, intereses espurios y ratios de audiencia. Por fin la verdad nos reconforta; será porque «el arte representa el yo y, la ciencia, el nosotros». Todo sin levantar la voz. Todo sin pedir nada a cambio.