Poco a poco, el silencio se ha ido haciendo un hueco en nuestra habitación, en los portales, en la calle. Incluso los propios músicos —que comenzaron a retransmitir indiscriminadamente cientos de conciertos desde casa— han caído en la cuenta de que si el sonido no acompaña quizás lo mejor sea esperar al momento de la «liberación» para devolverle al aire las melodías perdidas, ahora ocultas por una realidad inapelable, oscura, densa como el odio. Spotify lo confirma en sus estadísticas de marzo: se escuchan menos canciones. En Wuham, aquí y en Lombardía.
Precisamente ahora, los voceros de lo cotidiano, políticos, periodistas y carroñeros con un desinterés absoluto por la verdad, han dado paso a una nueva categoría de contadores de historias generalmente abonados a la soledad del laboratorio de fondo: los científicos. Y ocurre en Estados Unidos con Anthony Fauci, en España con Fernando Simón y Miguel Pita, o en China con el fallecido Li Wenliang, expertos epidemiólogos y genetistas acostumbrados a trabajar entre el anonimato, algo parecido a la fe y la precariedad, siendo precisamente esta última una de las razones de la pandemia.
De pronto, la ciencia tiene un hueco en la agenda y se convierte en el único interlocutor fiable, como si la barbarie de la realidad encontrara en una bata blanca su área de descanso, palabras inspiradas por el ensayo y el error con la capacidad de describir lo invisible tal y como es, lejos de ideologías, intereses espurios y ratios de audiencia. Por fin la verdad nos reconforta; será porque «el arte representa el yo y, la ciencia, el nosotros». Todo sin levantar la voz. Todo sin pedir nada a cambio.
