Abrir un frigorífico es desvelar un secreto o un desnudo. Porque dentro de esta caja fría hay dietas, un trozo de brócoli embalsamado y el único algoritmo con vida. También procesados, familias felices fuera de plano, desgana y falta de tiempo para lo importante: comer, amar, comer y amar. En la nevera de la imagen cada balda representa un hábito. Arriba, con su queso y una loncha de salmón noruego, el sueño. En medio, esa pasta rellena de nueces y lo que parece pera, nunca plátano, música. Más abajo, mantequilla y un limón cojo. En el subsuelo, patatas cocidas, escarcha y aire. El usuario de esta nevera está en pleno tránsito. Y no llega.
Ante el vacío, uno recuerda esos frigoríficos hasta la bandera. El blanco apenas visible entre tanto verde, todo por colores y calorías, leche de origen vegetal, animal y otros, y una promesa de que el mundo no pasará hambre. La responsabilidad es un frigorífico lleno. Los frigoríficos vacíos recuerdan tiempos de escasez. Luego están los frigoríficos tristes, eternos aspirantes a granja consumida por la desgana y el ambiente de los supermercados. El estado de tu frigorífico es el estado de tu mente.
Hay días en los que Dios o sus restos se nos aparecen. Sucede al llegar tarde o muy pedo. Ante la nada siempre encontramos una nueva combinación hecha de frío: chorizo con sardinas, patatas para empujar y nata montada con un mango. Engullimos. Después, dormir es aquel juego de juventud. Dime cómo es tu frigorífico y te diré quién fuiste. Ahora toca ir a la compra para reconstruir una vida acercándose cada día un poco más a una nevera portátil, al mar como única despensa. Y adiós, tristeza.
