Tu frigorífico eres tú

Abrir un frigorífico es desvelar un secreto o un desnudo. Porque dentro de esta caja fría hay dietas, un trozo de brócoli embalsamado y el único algoritmo con vida. También procesados, familias felices fuera de plano, desgana y falta de tiempo para lo importante: comer, amar, comer y amar. En la nevera de la imagen cada balda representa un hábito. Arriba, con su queso y una loncha de salmón noruego, el sueño. En medio, esa pasta rellena de nueces y lo que parece pera, nunca plátano, música. Más abajo, mantequilla y un limón cojo. En el subsuelo, patatas cocidas, escarcha y aire. El usuario de esta nevera está en pleno tránsito. Y no llega.

Ante el vacío, uno recuerda esos frigoríficos hasta la bandera. El blanco apenas visible entre tanto verde, todo por colores y calorías, leche de origen vegetal, animal y otros, y una promesa de que el mundo no pasará hambre. La responsabilidad es un frigorífico lleno. Los frigoríficos vacíos recuerdan tiempos de escasez. Luego están los frigoríficos tristes, eternos aspirantes a granja consumida por la desgana y el ambiente de los supermercados. El estado de tu frigorífico es el estado de tu mente.

Hay días en los que Dios o sus restos se nos aparecen. Sucede al llegar tarde o muy pedo. Ante la nada siempre encontramos una nueva combinación hecha de frío: chorizo con sardinas, patatas para empujar y nata montada con un mango. Engullimos. Después, dormir es aquel juego de juventud. Dime cómo es tu frigorífico y te diré quién fuiste. Ahora toca ir a la compra para reconstruir una vida acercándose cada día un poco más a una nevera portátil, al mar como única despensa. Y adiós, tristeza.

Algunos días comíamos fideos fríos

Con la llegada del verano, abríamos ventanas. Y el sol entraba en casa, se movía con su aire lleno de futuro. El campo todavía verde. Ella cortaba verdura, yo abría vino o una cerveza en lata. El amor es un plato de comida. En la cocina se mezclaba la pared de rojo con un muro blanco. Colores, formas invisibles, el olor de recetas llenas de belleza y hambre. El amor es eso que no sabes que pasa. Una cazuela llena de burbujas, el ruido del aceite en la sartén. Y la espera. Mientras, ella fumaba un cigarrillo mirando el jardín bajo un cielo soñado. Yo observaba todo como el que sabe que nada acaba nunca. El amor alimenta tanto como la comida.

En verano, en todos los veranos, compartíamos mesa y palillos chinos. Ella en el lado izquierdo, de espaldas a la luna. Yo a su derecha, el lugar de un niño viejo. Las plantas frente a nuestros ojos, con sus flores llenas de sed, nunca marchitas. El amor es un recuerdo que regresa. Algunos días comíamos fideos fríos. Después de cocerlos, se aclaran con agua y se les pone hielo encima. La pasta adquiere una textura parecida a la del sueño. Risas. El amor entiende poco de comidas en silencio.

Los fideos fríos son elásticos, finos, casi transparentes. En el plato, amontonados, parecen madejas de lana blanca, dunas de una playa sin bañistas. Los fideos fríos no saben a nada. Pero ahí reside el truco de la felicidad. Con un poco de soja y mirin recuperan su sabor. Porque de sal están hechos la alegría y el océano. El amor es esa niebla compartida. Al terminar, ella hablaba de fideos. Yo fregaba los platos pensando en hacerme un bocadillo. Luego terminó el verano, como termina siempre. Ella ya no está. Yo sigo echándola de menos cada vez que como.

Ilustración: John Register

El postre

A partir de los cuarenta, el mundo se divide entre los que prefieren comer o follar. A mí me gusta más lo otro, de ahí que desconfíe de la experiencia de meterme cosas en la boca. Será inmadurez o que solamente el hambre nos ayuda a vivir más estando hambrientos. La incomprensión da lugar al enigma cuando algunos comensales pasan de ocho platos al café… ignorando el postre. Porque ese último muerdo no puede evitarse, es como el amor, y para él siempre habrá un hueco de helado o crema, fresas, tortitas, nata montada, salivo. El estómago se adhiere al ventrículo cuando lo dulce corona lo salado. Después nada. Si tiene que haber un final que sea un postre.

Los niños lo saben mejor que nadie, aunque algunos sean tan viejos como sus progenitores. Frente a una ensalada de quinoa, unas lentejas con chorizo y un ponche segoviano lo tienen claro. Se llama sentido común y al tragar les pitan los oídos, se emocionan sin saber por qué. Después los padres les reprochan que pasen de mierdas a la moda. Láminas de chocolate frente a la estupidez del mundo, pera escalfada con sorbete frente al tedio, «despacio, hijo, despacio». El postre se come de otra forma y además mancha. Hay que pringarse. Luego explotas o te pinchas insulina en rama.

Jalar tiene algo de liturgia, un sermón que termina por el agujero. Con el postre uno comulga o no comulga y aquellos sin fe pasan de largo. Soy más de salado, ¿qué tontería es esa? Dios es un postre al final de una comida. María Antonieta lo tenía claro: «¡déjalos comer brioche!», gritó. Y es que los días mejoran con el último pedazo de tarta, del plato a las papilas. Quedan las migas, el recuerdo. Hoy la casa huele a pastel imaginario. La vida puede arder en un segundo, de ahí que lo primero que comamos sea el postre. Siempre.

Ilustración: http://www.simon-bailly.com

Torríjame la vida

Es comprensible que con toda esta movida de socialismo o libertad, el vulgo creyéndose mejor que sus políticos y la realeza dando ejemplo de cómo todas las familias infelices lo son siempre a su manera — aquí y un poco más al norte—, se nos olvida lo más importante: las torrijas. Poco o nada se dice de esa cocina de sobras convertida en pornografía. Será porque la penitencia, tal y como se entiende en esta época de Apocalipsis sin azúcares, tiene la forma de una rebanada-esponja con sabor a rama de canela, leche entera UHT, remojo y el propósito de ponernos a dieta después de chupar cinco de una tacada. Y es que, pese a los esfuerzos por demonizar todo lo frito, la torrija aguanta. Y mucho mejor que los murales feministas o el cóctel de gambas.

Como siempre las hay para todos los gustos: tipo picatoste, una zapatilla Victoria llena de arena, ahogada en una charca de miel, frías, del tiempo o de cuando había mili, desayuno, comida y recena. Eso sí, queda fuera de competición la caramelizada, sobre todo porque aquí hemos venido a disfrutar, nada de innovación o experiencias. Ya si eso me como un helado aparte. Por favor, absteneos de publicar recetas a base de pan de espelta, estivia o veganas. ¡Se trata de llegar al infarto a base de aceite de oliva, lo único virgen cuando hablamos de follar!

Gracias a las madres que dieron a luz en aquellos tiempos en los que el futuro no era aquel lugar en el que queríamos vivir, ahora se pueden comer todo el año. Sin embargo, hay algo especial en hacerlo sabiendo que otros te acompañan en el sentimiento, también en la angustia. Ya se sabe que las cargas, cuando son compartidas, terminan con el colesterol alto. Nos queda el consuelo de saber que a nadie le gusta la torrija con cebolla. Y así la vida se equilibra con el viernes.

Ilustración: Tastuya Tanaka http://www.miniature-calendar.com