Ni el viaje ni el destino

Mantra en muchas bocas: «Disfruta del viaje; el destino es lo de menos». Lo escriben profesores y mendigos, pilotos de avión y algún fantasma. Pues bien, casi todos se equivocan. Y lo hacen porque el movimiento, con su paisaje horizontal, el traqueteo de los trenes y las cuatro estaciones dentro de una ventanilla sirven de poco sin alguien cerca. Sí, la soledad del corredor terrestre tiene su épica, pero palidece ante la posibilidad de compartir sorbos, pinchazos y un sol púrpura despidiéndose del mundo acompañados.

Todos necesitamos compañeros locos por no morir, esos que explotan como arañas entre las estrellas, que laten y nunca quieren arrastrarse o ser fardo. Con ellos podemos comer, escupir dentro de un pozo, buscar manzanas que recuerdan a la luna llena, estar tristes sabiendo que no importa, reírnos alto y de nosotros juntos. En definitiva, la compañía es el único ejército acreditado, la rosa con la que matar el tiempo. Los años fueron los pétalos, el recuerdo trae la única lluvia que no moja.

Estar acompañados implica estar en otro, salir de uno para ser, por fin, uno mismo. Y el viaje. Bueno, está el cielo pintado sobre el mar en plano, una nube con la forma de un descapotable, caballos pisando nieve en la montaña. Tras la curva espera la cama y lo que parece cura. La realidad indica lo contrario. Con el último aliento de vida, nadie recuerda Holbox o París en mayo. La postal, con su arena y sus tejados hechos de brisa, trae a otra persona, un amigo o una amante que da sentido al impulso de todo lo vivido. Ni el viaje ni el destino; la compañía, siempre la compañía.

Ilustración: Guy Billout

Irse de putas

Hay en la expresión «irse de putas» el eco de una tristeza, como si ese verbo de hombres no fuera más que la medida de su anhelo. Tras la preposición y tres pasos por detrás, mujeres de pupilas bajo una bombilla, pomada de palabras por dinero. ¿A dónde van los tíos cuando pagan? Lo más lejos posible, de ellos y su vida, claro, casi siempre al lado de casa y en manada, particular manera de repartir culpas o hacer biografía de duchas, condones y jabón de manos. Luego está el cliente habitual, nunca putero de tabique para adentro, convencido de que no hace daño a nadie, digno. Se limita a descargar en un reservorio de piel sin estatuto, cuerpo que se emplea. La esclavitud como forma de libertad sin cargos de conciencia era eso.

Prostitución, extraño maquillaje. Quizás la fidelidad tenga sentido en su intercambio. Porque el hombre vuelve. La puta mira con ojos de otra parte, por eso cobra lo que corresponde. A cambio, otro nombre escrito en otra almohada. Carne sin labios de por medio. Después la charla para encontrar el calcetín y las razones que la llevaron a ensuciar sábanas por horas en compañía de extraños. Con una puta el presente se deshace, sucede igual con los amantes. Mientras, el futuro abre un sueño de semen encharcado.

Estuve con dos. Fueron noches de ángulo muerto que aún me asaltan. Siempre culpé a los amigos. Yo no quería. Y no querer implica hacerlo. ¿Qué cambia en nosotros el sexo de pago? Extraña transición hacia la hombría. La primera vez, al terminar, hablé con ella. Recuerdo su olor a droguería. Me besó antes de cerrar la puerta. La segunda fue mi gran derrota. Nunca más volveré a hacerlo. Hay demasiada pena involucrada, demasiadas raíces en el fondo de una cama, de una luna.

Ilustración: Guy Billout