Ni el viaje ni el destino

Mantra en muchas bocas: «Disfruta del viaje; el destino es lo de menos». Lo escriben profesores y mendigos, pilotos de avión y algún fantasma. Pues bien, casi todos se equivocan. Y lo hacen porque el movimiento, con su paisaje horizontal, el traqueteo de los trenes y las cuatro estaciones dentro de una ventanilla sirven de poco sin alguien cerca. Sí, la soledad del corredor terrestre tiene su épica, pero palidece ante la posibilidad de compartir sorbos, pinchazos y un sol púrpura despidiéndose del mundo acompañados.

Todos necesitamos compañeros locos por no morir, esos que explotan como arañas entre las estrellas, que laten y nunca quieren arrastrarse o ser fardo. Con ellos podemos comer, escupir dentro de un pozo, buscar manzanas que recuerdan a la luna llena, estar tristes sabiendo que no importa, reírnos alto y de nosotros juntos. En definitiva, la compañía es el único ejército acreditado, la rosa con la que matar el tiempo. Los años fueron los pétalos, el recuerdo trae la única lluvia que no moja.

Estar acompañados implica estar en otro, salir de uno para ser, por fin, uno mismo. Y el viaje. Bueno, está el cielo pintado sobre el mar en plano, una nube con la forma de un descapotable, caballos pisando nieve en la montaña. Tras la curva espera la cama y lo que parece cura. La realidad indica lo contrario. Con el último aliento de vida, nadie recuerda Holbox o París en mayo. La postal, con su arena y sus tejados hechos de brisa, trae a otra persona, un amigo o una amante que da sentido al impulso de todo lo vivido. Ni el viaje ni el destino; la compañía, siempre la compañía.

Ilustración: Guy Billout

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