Yo soy de Ayuso

Juro que he visto esta foto en el perfil de un ser humano. «Yo soy de Ayuso» escribió él solito. ¿Qué significa ese aforismo? De repente, la suciedad genera bandos en la sociedad. Es más, viene acompañada de mariachis. Por fin se puede elegir entre contratos a dedo y matones, los que roban contra los que espían, la del fondo rojo frente a los azules y populares, como si el mal estuviera sujeto a la discreción de la audiencia, que lo está. Otra cosa es manifestarlo públicamente, aunque en este caso es comprensible visto el comportamiento de esta gran familia. Familia, digo, mafia hermanada. Pierden los votantes, sobre todo aquellos que van un poco más allá de las cosas del poder y siguen apoyando al partido.

Porque la violencia así, cruda y a la encía, puede entenderse en caso de despecho. Seguro que Isabel y Pablo copularon en alguna fiesta, algo intenso y aislado, igualito que lo de las mascarillas. Luego piden la ilegalización de supuestos partidos terroristas, sin embargo proclaman el amor con virajes a China, pactan con la ultraderecha, trabajan por España bajo el mantra de la claridad y la transparencia de día. De ahí la sangre.

Resulta que los votantes de Isabel seguirán votándola, porque ellos no son de Ayuso, ellos son Ayuso. ¿Cómo renunciar al altruismo cuando vienen mal dadas? Se lo deben. De ahí las lágrimas o las proclamas de ¡A. Valiente, A. Presidente! En eso consiste vivir a la madrileña, en perpetuar la corrupción. Ya se sabe que en algunos barrios hay que perder a un ser querido (y Casado) para pensar en el bien de los demás. Y lo peor; todo lo mencionado es absolutamente triste, pero cierto.

Ilustración: Javier Vidal ama a Isabel Ayuso

El rey emérito de la avaricia

El virus terminó con el habitual funcionamiento de un mundo dislocado. De otra manera resulta imposible entender que los trapicheos del padre del actual monarca no sean la comidilla en playas y terrazas atiborradas. Pero es así y, a medida que se descuenta el verano, las portadas de numerosos periódicos internacionales amanecen con el Borbón mientras que en su cortijo apenas se le concede alguna siesta bajo esa condición tan etérea recogida en el artículo 56.3, aquello de que «la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Y así dispara elefantes en plena crisis, se folla a la Justicia, pide un perdón gangoso ante las cámaras y todos iguales ante la ley.

Precisamente por su condición de elegido debería ser un ejemplo para sus súbditos —al menos a la hora de diseñar clubes de striptease— y en cambio insiste en demostrar cada día que es un hombre de apetitos mundanos, con una hija despojada de sus títulos, un yerno en prisión, un nieto complejo y un hijo que renuncia a la herencia proveniente de un basurero suizo con olor a crema de afeitar. Todo de manera subrepticia, apagada y con raperos convictos.

Así es como el lenguaje real intercambia comisiones por donaciones, relaciones públicas por prevaricación y tronos por jets privados ante el entumecimiento de un país que tiene cosas más importantes de las que preocuparse, entre ellas recuperar el tiempo perdido. La integridad no es un destino turístico y al reino de España le resulta más conveniente mirar hacia otro lado. Al menos estamos de acuerdo en que el dinero está para gastarse.

Ilustración: Vincent Mahé