Rodillas

La primavera trae rodillas. Están por todas partes. Abultadas, asimétricas, llenas de colgajos alrededor de una órbita de hueso, planas, flores, únicas. Somos lo que somos de rodillas y ellas nos trajeron hasta aquí. Por eso pierden protagonismo frente a la escasez de ropa y las piernas de los otros. Fémur, rótula y tibia irrumpen con fuerza en una sola palabra, como si hubieran vivido en la clandestinidad y necesitaran aire, poco espacio en los vagones del metro o en una calle en la que practicar el movimiento hacia el verano. Si tuviera que elegir una parte del cuerpo seria una rodilla. Nunca mienten. Y eso que son dos.

Las rodillas jóvenes cuentan poco por culpa de la prisa. En ellas hay heridas frescas, un tono más de piscina, la posibilidad de llegar al infinito y más allá. Las viejas, en cambio, vuelven de revival, reclaman espacios que dejaron de pertenecerles, traen recuerdos de la primera vez en bicicleta y un padre orgulloso acompañando el giro. ¿Os acordáis de cuando la rodilla era un territorio virgen? Ellas tampoco. Se dedicaron a avanzar y avanzar, impactaron contra el suelo. Y se levantaron. El pasado… para los cobardes.

Todas las rodillas son bonitas. Solamente hay que darles tiempo, observarlas sin prejuicios ni cánones. A pesar de todo, casi nadie está conforme con las suyas. Será porque los defectos (propios y ajenos) comienzan donde terminan esos horribles pantalones cortos. Mis preferidas recuerdan a las conchas y brillan cuando el sol está más alto. Hay mas rodillas que personas en el mundo, representar el deterioro y la materia, siguen a la mente y a sus pasos. Aquel que inventó la rueda le hizo un flaco favor a las rodillas. Quedan cuarenta y un días para hundirlas en el mar. De ahí esta oda.

Ilustración: Alex Katz

Tu salud

Tener salud es la única felicidad que cuenta. Porque el sano no solamente vive mejor, sino que se anticipa a la vejez en buenos términos con la soledad. Casi nadie sabe que la salud es un milagro, una oportunidad entre dos enfermedades —esperemos que curables— y a ella debemos consagrarle nuestro tiempo: dormir porque es gratis, duchas heladas al despertar para que el día tenga margen de mejora y comer quedándose con hambre. Todo sin olvidar la importancia de tener mala memoria y una mente que recurra a ayuda si hace falta. El resto, amor aparte, es facultativo.

Porque la gente que se va a morir quiere vivir más. Por su parte, el que agoniza nunca recuerda bienes acumulados o fungibles. En cambio, anhela esa tarde entre amigos sanos y con buena dentadura. Somos impulso, agua y huesos. Lo de ser polvo de estrellas implica parecerse a los atletas, los menos sanos entre aspiraciones de arder pronto y colgarse una medalla. La salud carece de rangos, velocidad y fronteras, es una y solo una, la misma para el pobre y el rico. La democracia era eso.

Digo todas estas tonterías porque lo vi en casa. Padre nunca pudo jubilarse. Hubiera dado todo lo que no pudo vivir por estar sano. Quizás fueran el tabaco y los disgustos. Tal vez su salud fue un truco de magia. Siendo joven lo ingresaron. A los pocos días fumaba a escondidas en el baño. Eso también era salud. Tuvo que ser mala suerte, mala suerte como antónimo de sano. Padre mantuvo el deseo de curarse durante un tiempo. Luego dejó de tocar la guitarra. La salud es la música que suena en casa. El que tiene salud tiene esperanza. Lo tesoros… para los faraones.

Ilustración: Guy Billout

Mi primer día de gimnasio sin mascarillas

Todo a buelto y sigue igual de raro, aunque lo recibamos con un entusiasmo de superación, virgen. Entre las novedades, el gimnasio sin mascarillas ni perímetro en las elípticas. Otro mundo de interiores, el mismo que se va ajustando con cada pedaleo y cada gota de sudor. En ese tránsito —dos años de parón activo— algo falla, como si la mitad de la cara, antes a medio tapar, se hubiese quedado atrás y el cuerpo siguiera a lo suyo, brazos para ellos, culo para ellas, físico contra el deterioro de la mente para todos. Se salvan los monitores, todavía enganchados a una mascarilla-lapa. El resto ha alcanzado la completud facial y, sin embargo, les queda una mancuerna para el kilo. Otra serie, mismos batidos asquerosos.

La mayoría pasa por alto este detalle y prefiere entrar corriendo por la puerta grande. Por fin les reconocen en la entrada. Muy bien. Es más, alguno lo celebra y se desenamora de la chica de las mallas y las pajas, antes una diosa de carne y piedra… hasta que llegó el presente. Resulta que la belleza se concentraba en unos pocos centímetros. Otros, igual de cortos, son felices y respiran fuerte en una cara más pequeña de lo normal y a la que le falta trabajo. A las 17:05 comienza la clase de zumba. Ni rastro de la rehabilitación facial y las neuronas.

Tampoco faltan los que se atragantan con el agua, los que se suenan los mocos y esas chicas que hacen un FaceTime sin caer en la cuenta de su error. ¡No, por favor! ¿Y qué decir de la hostilidad que reciben los que siguen llevando mascarilla? El asco era eso. Tan sólo los mayores pueden darse el lujo y ducharse con un neopreno de barbilla. Será porque la edad provecta trasmite más ganas de vivir a pesar de la falta de humedad. Ahora que la filosofía desaparece de las aulas podemos retomarla en el gimnasio. Así, la cara a pelo aporta intimidad, delata, prescinde de diálogos, acapara chismes y «se convierte en un pez que trepa por error al nido de un pájaro». Raro.

Ilustración: Guy Billout

La cultura del envase

La belleza está en el exterior. Repito: la belleza está en el exterior. A pesar del empeño por rascar la carcasa y dedicarle un rato a nuestros actos, el culto al envase alcanza sus mayores cotas de popularidad. A destacar las nuevas canciones de Rosalía, pero también la política del golpe de efecto, los bares como sucursal bancaria y viceversa, esos cachorros de la precariedad sonriendo en cada foto. Lo que va por dentro y desde dentro, ese don que rima con ser bueno en el buen sentido, pasa de puntillas por la modernidad. Razón aquí: renta mal y pica rueda.

La superficie, la simetría de labios y culo… las cosas sin fundamento forman parte del mantra que rige la semana. Entonces surge el inevitable prejuicio. Mejor dejarse llevar por la opinión, evitar una mirada hacia nosotros que nos enfrente al dilema de saber quiénes somos. Al fin y al cabo, el contenido carece de importancia, precisamente porque hace rato que se convirtió en carne de filtro. Entonces, poco a poco, vamos conservándonos al vacío. Luego el viento se levanta.

Hay todo un mundo diminuto en apariencia, pero de ahí proceden las cosas que dan forma y sentido a la biografía bien usada. Puede que se trate de pensar un poco —alejarse o hundirse en la superficie —, o puede que este anhelo sea otro producto más a la venta. Resulta que los que están a punto de morir siempre recurren a un trozo de vida conservado en un recipiente hecho añicos, a los amigos, al abrazo y los bailes. Lo invisible es eterno y está ahí fuera.

Ilustración: Hiroshi Nagai