Maltratar animales en nombre de la fiesta

Fiesta y maltrato, binomio tan patrio como el tinto. Extraña forma de asociar la diversión con la herida, el fuego con los cuernos de un astado. Así hemos pasado los veranos siempre, ajenos a un hecho cruel por ser costumbre. Y es que el mundo cambia a paso de gigante, rápido, muy lento, y las mal llamadas bestias aceptan un destino en garras de los guardianes de la cultura en su versión menos humana. Hace falta mirarles a los ojos, a los animales digo. Hay en ellos un rastro de traición por la vida. Mientras, el sufrimiento y la barbarie se celebra como un atardecer cualquiera.

Cada criatura existe por una razón que solo ella comprende. El campo alberga niños, vaquillas, águilas, y de ellos son también las plazas. Esa relación de dependencia se desgarra cada tarde, a la hora de la siesta. Entonces los perros ladran dentro de sus casas. Al otro lado, muy cerca, alguien menciona el respeto por la tradición. Después, grita el nombre del patrón del pueblo, termina el cubata e ignora el deber consigo mismo, aquel de no matarás a un animal si quieres ser alguien decente.

Muchos hablan del derecho a disfrutar de la sangría sin ser llamados asesinos o paletos, del arte incomprendido y la importancia del sector en términos de ingresos, inventos de seres supuestamente inteligentes. No hace falta rebatirles. Sin compasión los días se quedan sin sentido, las noches tienen el sabor del hierro. Volvamos al campo y a la plaza. Son los animales los que aportan la belleza y el latido. De ahí que nunca fueran expulsados del paraíso. Otros seguirán empeñados en tocar el cielo.

Ilustración: Guy Billout