Del perdón

Me hizo mucho daño. Con un gesto invisible desveló su infidelidad con un amigo, una mirada que solo conocen los enamorados. Quise entenderlo, decirle que todos nos equivocamos. Ella echó a correr. Era de noche. Por la mañana fui a su casa. Llamé a la puerta. Ella abrió con furia dentro de los ojos. Dijo que todo había sido culpa mía, que yo había perdido la cabeza y necesitaba una lección de vida. Le respondí que era muy guapa por fuera, por dentro un monstruo. Tuve que escapar de aquel aire. Cerré la puerta y bajé las escaleras. En la calle grité su nombre, le pregunté si me quería, con un grito. No sé si respondió. O prefiero no saberlo.

Ella cogió un autobús para ir al aeropuerto. Volvió a América sola. El sueño español se queda siempre en casa. Eso hice. Pasaron las semanas y le escribí un mail. Respondió insultándome. Entonces creí que todo había sido culpa mía, que había perdido la cabeza y necesitaba una lección de vida. Con esa lección me rompí, convirtiéndome en la pena de la pena. Hasta que el tiempo, un día, deja de doler. Marché a París para darle otro nombre a la tristeza. Dos años después quedé con su madre cerca de la torre Eiffel. Le dije que aún quería a su hija. De fondo, música, una ciudad que no termina nunca.

Nunca tuve noticias de ella, aunque vi fotos en las que buceaba y miraba a cámara con ojos de herida. Ayer recibí un mensaje de ella pidiéndome perdón. Veinte años mas tarde. Contesté que todos necesitamos perdonar y perdonarnos, que nunca hay nada tan grave que el amor no pueda. Con el perdón la tormenta se separa del cielo y es posible crecer arrodillándonos. Cierto, el perdón nunca cambia lo ocurrido, aunque sirve para vivir el futuro con síntomas de amor. «El infinito precisa de lo inagotable», el perdón de un cierto grado de olvido. Y perdonamos.

Ilustración: Hiroshi Nagai

Ya no se hace música como la de antes

Dicen los viejos que ya no se hace música como la de antes. Pero antes, ¿cuándo? ¿La de ayer, jueves 1 de diciembre de 2022, o la de un tiempo feliz en el carrete? Porque la música de hoy, esa música, es la mejor de la historia. Música en cualquier parte, libre e imperfecta, creada en un estudio caro o en un estudio que es una pantalla, con una orquesta o las palmas de las manos. Nota: los discos de The Beatles suenan peor que los de Kendrick Lamar o Phoebe Bridgers. Otra cosa es lo que rodea al oyente, recuerdo, sus ayeres. Ahora, además, podemos escuchar música en un barco, con miles de cuerpos que bailan, al otro lado. Y eso es la hostia.

La música de antes es la música que seguiré escuchando. La de hoy es de Bon Iver y Mahler, Bach y Artic Monkeys. En realidad, nunca hubo un antes ni un después. Esto es un flujo en el que enredarse en los sonidos para ser felices. Quizás la mejor música de la historia tampoco sea la de hoy, sino la de mañana. Precisamente porque aún no existe. El futuro, un pentagrama en blanco con todas las canciones por vivir y por cantar. «Ya no se hace música como la de antes», dicen…

Ayer hubo en Madrid más de cien conciertos (me lo invento, fueron más). La mayoría prescindibles, música que se pierde entre conversaciones altas. A pesar de las audiencias, en una pequeña sala se hizo la mejor música jamás escuchada (me lo invento), música para nadie. ¿Dónde estuvimos antes? Empeñados en seguir las voces del miedo, miedo a nuevas ideas imposibles de entender, miedo que es un ancla que imposibilita volar alto. No hace falta destruir el pasado, no, ya se fue solo. Nadie puede destruir el futuro ni la música. «¿El futuro?», preguntamos. La música, lo mejor siempre.

Ilustración: Guy Billout

El futuro como refugio

Nunca fue buena idea diseñar futuros. En ellos hay una promesa elevada a una potencia, es decir, cielo, lumbago, cristales. A pesar de la advertencia, y ya de niños, nos empeñamos en seguir dándole color, forma y heridas. Vivir posibilidades en lugar del verbo solo. Así sepultamos castillos y playas, miramos al frente dejándonos atrás, o al menos una parte que sucede como se suceden los trenes que atraviesan campos que atraviesan estaciones. Porque pertenecemos al porvenir, por mucho que insista el monitor de yoga. Sin embargo, no todo va a ser malo o peor. Cuando la realidad nos va a la contra, podemos hacernos un ovillo, una paca de paja, lo que queramos, arder en el incendio del verano, refugiarnos en el humo de la próxima estación.

El tiempo entonces muta. El salón y su paisaje necesitan una mano de pintura, quizás sábanas nuevas, gasolina. Cambios. Futuro como casa, refugio que recibe a todos, incluso a los que mueren al otro lado de la valla. A las pruebas hay que remitirse. El dolor de ahora, de misa diaria y parpadeo, se disuelve en el transcurso de las tardes hasta convertirse en una sonrisa si encadena meses, noches, después años. ¿Ves? No lo viste venir, por eso sonríes sin darte cuenta, ahora, sí, ahora.

Queda claro que tu biografía no equivale a tu futuro, tampoco eres ni serás el mismo, exceso de velocidad y circunstancia. Entonces recuerdas lo malo cuando lo peor quedó atrás. Las ruinas se fueron llenado de vegetación, también de sombra y carreteras. De ahí la insistencia de reunirte con el futuro. «He cambiado», dices, aunque él intuye el tuétano y esa manera tan tuya de andar con prisa. Le dices que sigue siendo tu refugio, el lugar que mojas cuando lloras. Ahí, bajo el aire cargado de promesas os dais un abrazo largo, cálido. Ya es pasado, por eso lo echarás de menos.

Ilustración: Guy Billout

Las posibilidades

Hace tiempo que nuestras posibilidades se redujeron a aspirar y ya. En realidad, aquellos planes de vida no eran más que una forma rara de lidiar con una incertidumbre que, con el paso del tiempo, se ha convertido en precariedad, costra. Sí, vamos tirando gracias a nuestros estudios, a aquellos viajes a Irlanda, a los másteres para clase pobre y a una lista de logros que engordan el conjunto vacío de la sociedad. Y es que se prospera tan despacio que al final uno termina por reconocer que la casilla de salida era la única. Quizás fuera también así para nuestros padres, sin embargo vivían sabiendo a dónde iban. En 2022 se sobrevive. Y gracias.

Nos prometieron que con esfuerzo podríamos tenerlo todo: un despacho con vistas, vacaciones en Ibiza y descensos en invierno, nuestro diésel y hasta un chalet con piscina comunitaria. Al despertar del sueño, comprobamos que nunca quisimos esa mierda y las jornadas dan para un táper, escaparse al camping del Sonorama y desayunar un vaso de leche semidesnatada con compañeros de la edad de nuestros padres… ya viejos. Así nos pasamos el resto de nuestra vida, en aquel futuro inalcanzable, el presente.

A pesar de todo, algunos insisten en la cultura del esfuerzo: ¡la vida te pondrá obstáculos; los límites los pones tú! Arcada. Nos queda meter mil euros en Bitcoins, emprender como forma de pérdida, encomendarnos a la Virgen de la Lotería y traicionar al azar para que nos traiga un Luis Medina estas Navidades. Luego llegarán las hostias, la vuelta a la casa de la infancia y esa sensación de que nos han estafado con casi todo. Ya lo decía Ángel González: «Te llaman porvenir porque no vienes nunca». ¿Posibilidades? Me parto y por eso las busco.

Ilustración: Guy Billout

De cómo la política nos separó

La gente nunca estuvo unida. Quizás contra el hambre o la pesca de ballenas, pero cuesta asegurar que camine tan junta como lo hacen los hinchas de un equipo. Tras las elecciones a la Comunidad de Madrid y el estado de alarma —ambos acontecimientos políticos y masivos— cristaliza un distanciamiento social distinto al preexistente: bloqueos en redes sociales, peleas con amigos de la infancia, el termómetro del asco disparado por culpa de los botellones… El caso es rechazar, ponerse cruces, seguir introduciendo variables que nos reafirmen en lo que pensamos frente a una estupidez generalizada que, paradójicamente, va hacia hacia la izquierda y la derecha.

Sucede que si —en el mejor de los casos— no tuvimos que despedirnos de nadie por culpa del virus, ahora comenzamos a socializar otro tipo de pérdida, esa que prescinde del señor Muerte y, sin embargo, entierra a los demás en vida. Y uno intenta explicar sus ideas, llegar a comprender de perfil qué piensan los que siguen yendo a garitos sin mascarilla, negando la utilidad de las vacunas o haciendo lo que les sale de los cojones porque ya es demasiado tarde para cambiar.

Decía Rosa Luxemburgo que hay que luchar por un mundo «donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres». La realidad envía señales contradictorias: desigualdad exponencial, ciudadanos antagónicos e incapaces de reconocer a su propio hermano y libres según el padrón. Nada nuevo. Es tal la diversidad que la civilización se ha convertido en un zoo que ahora cierra a las dos de la mañana. ¿En qué momento intercambiamos nuestro granito de arena por ladrillos? A ver si lo arregla un poco la llegada del verano, pero pinta mal.

Ilustración: Kiyoshi Awazu

Anatomía del 2020

Todos, y digo casi todos, nos vinimos muy arriba el día 31 de diciembre del pasado y viejísimo año. Joder, entre resoluciones y abrazos pudimos vislumbrar un más allá que por fin despejaba algunas incógnitas, desplegaba proyectos y despegaba de manera inminente. Error. Sucedió exactamente lo contrario… con la excepción de Amaro Ferreiro que ha disfrutado del tiempo de su vida durante estos meses de infierno-invierno.

Enero de 2020. Frío, pero virgen. Quizás algo más desapacible de lo normal en Irak. Ya se tramaba algo en el helicóptero de Kobe Briant. No pasa nada.

Febrero. Se dan las condiciones idóneas de vida en la tierra y podemos mudarnos a un apartamento con dos ventanas, echar a andar el nuevo negocio o simplemente ahorrar. Se respira el perfume de las rebajas. Es nuestro año, fijo. Además «Parásitos» logra el Oscar a la mejor película. El mundo puede y debe cambiar.

Marzo. Un señor con acento raro sentado frente a una bandera de la OMS declara una pandemia. Sí, en ese aquel momento la palabra sonaba a metáfora. Unos días más tarde cierran la torre Eiffel y muchos compatriotas regresan de Italia con tos.

Abrilmayojunio. Tres meses que cuentan por uno y representan la oportunidad de parar. Sueño húmedo para muchos, prolapso anal para otros. Esto va en serio. Habrá que esperar a julio para sentir los efectos secundarios de conocerse mejor.

Llega Julio. Salimos a la brillante claridad del día. Nada ha cambiado para cambiar para siempre. Efectivamente, aquel sueño húmedo muta en una ansiedad de caballo. Eso sí, en verano no se contagia tanto.

Agosto. Los rusos tienen la vacuna. Ay, dios mío. Podemos dormir tranquilos. Creo.

Septiembre. Un millón de muertos. Un uno y seis ceros sin rostro, ni velatorios. Un máximo de un abrazo por persona.

Octubre. Igual que septiembre con menos conciertos.

Noviembre. Gana Biden y pierde Maradona. La normalidad es una mascarilla con olor a encía.

Diciembre. Raphael se hace un lío escribiendo su nombre, la vacuna no es la panacea y lo único intacto es el pasado. A ver cuántas incertidumbres conseguimos aguantar en 2021. Seguiremos creyendo en la belleza del sueño.

Ilustración: www.craigfrazier.com

Mal de muchos, consuelo es

Pocos hijos son conscientes de que una de las razones por las que la gran mayoría termina superando la muerte de sus padres es que su ausencia, en realidad, aligera la responsabilidad de tener que prosperar, nos ahorra el deber de convertirnos a todo precio en el vástago modelo o en la imagen cocinada en la cabeza de nuestros mayores estando aún vivos. Así, en esa soledad del corredor de fondo, el recuerdo antes de la pérdida siempre acompaña y, sin embargo, aligera el trayecto, mitiga, nos sacude para ser capaces de rendir cuentas con nosotros mismos. Y sólo con nosotros.

En periodos de pandemia sucede algo parecido e inversamente proporcional. El simple hecho de saber que se trata de un mal de todos —aunque afecte con particular virulencia a los más pobres— provoca en nosotros una cierta sensación de alivio, como si saber que el planeta tierra anda jodido a tiempo real y en cualquier uso horario actuara como bálsamo tras un exceso de exposición vital al peor de los escenarios posibles. Somos así, sensibles a la desgracia. Sobre todo cuando nos fuerza a regresar a una situación que creíamos superada hace tiempo.

Poco a poco, a medida que la mascarilla y el gel se emparentan con las llaves de casa y el Prozac, dejamos de exigirle frutos al avenir, precisamente porque si por definición no existe, ahora menos. El Antonio Machado menos tópico decía aquello de «¡Hombres de España, ni el pasado ha muerto ni está el mañana —ni el ayer— escrito». Nunca el infinito había sonado tan actual en boca de un poeta muerto. Y así nos consolamos un poco.

Ilustración: Geoff McFetridge

Los que no se manifiestan en un Mercedes

Estábamos a punto de conseguirlo. Por fin éramos capaces de devolver el préstamo, vivir en un tercero con luz por las mañanas, incluso podíamos viajar por todo el planeta y compartirlo con el mundo, como si de pronto vivir de acuerdo a nuestros principios no fuera aquel plan inalcanzable y sí una certidumbre pequeña, pero firme… hasta el 16 de marzo de 2020. Ese día, y por primera vez, fuimos conscientes de que el porvenir se fundía en negro ante la primera generación que vive peor que sus padres.

Estamos hartos de luchar, de comenzar de nuevo, de mudarnos a un piso de estudiantes en el que no nos cabe el ficus, de reinventarnos una, otra, una vez más. Porque las fuerzas menguan y además, ahora que padecemos la violencia de un sistema que funciona para la minoría, tenemos que aguantar a Nadal y los nostálgicos del Mercedes descapotable reclamando una vieja normalidad que es un cadáver entre estadísticas a la baja.

A pesar de todo y como siempre fue y será, levantaremos la mirada y echaremos a andar manteniendo las distancias, lejos de Nuñez de Balboa y el desequilibrio camuflado en odas a la libertad libre; reclamaremos otra manera de crecer en la que reponedores y máquinas expendedoras son compañeros de fatigas; alternando ‘telesalud’ y médicos a domicilio, campos verdes y pantallas de móvil, lo público y lo táctil, la bici y la electricidad de Tesla. A veces retroceder también es un gran paso, a veces ser rebelde tiene causa… y además se hace presente cada día.

Ilustración: elisacanali.com

Generación C(oronavirus)

Viene siendo una costumbre de la posmodernidad el que cada cierto tiempo se bautice a las cepas poblacionales con alguna etiqueta absurda. ‘Baby Boomers‘ (1946-57), ‘Generación X‘ (1965-79), ‘Millenials‘ (1980-99) o ‘Generación Z‘ (nacidos dentro de Instagram), todas se caracterizan por ciertos patrones de conducta, desde el reaccionario-reflexivo con bastón a la inmediatez y el ‘switch’ de los adolescentes en chandal. Ha tenido que llegar un enemigo invisible para que, en cuestión de dos meses, se acuñe un término nuevo: Generación C… de coronavirus, claro.

Y es que, de repente, cuando comenzábamos a «prosperar» y llegar con menos cinco euros a fin de mes, justo en mitad de la grabación de un disco o disfrutando de ese merecido ascenso lejos del bar, nos criogenizan por culpa de un murciélago al pil pil. Así es como el impulso se convierte en ‘stand by’ y todos nos quedamos en casa preguntándonos cómo vamos a recuperar el tiempo perdido, precisamente la única variable que se detiene recordando.

Los jubilados, además de tener un pequeño colchón en el banco y recibir en masa los embistes de la enfermedad, comparten un común denominador: haber construido el futuro que se hace presente un 21 de abril de 2020, el mismo que a fuerza de guerras, pandemias, burbujas y crisis adquiere la forma de una madeja de nervios y desvelos. Ahora tres generaciones confluyen en una, precisamente porque las estaciones ya no son lo que solían ser. Nos queda creer en la belleza de los sueños.

¿Qué harás después de esto?

Lo invisible nos ha despojado de lo superfluo. De pronto, caminamos desnudos, desde la salida del sol hasta el alzamiento de la luna, y nuestro día a día no es más que una solución acuosa en la que se disuelven varias ingestas de comida casera, tres botellas de vino y esa videollamada a casa de tus padres. Somos un experimento masivo; la placa de Petri es nuestra casa —conectada con el mundo 24/7— y su contenido un microorganismo de anhelos sin máscara.

A la pregunta «¿y tú qué vas a hacer cuando esto acabe?» todos los encuestados respondieron sin dudarlo, casi con prisa, anticipándose a un instante que fluctúa entre paisajes, pero cuyo es perfume es imitación de la vida en libertad. «Yo iré a ver el mar… sola» dijo Elena; «creo que me pondré las zapatillas de correr y bailaré toda la noche» suspiró Aida; «pedo de farlopa y birras» escribió en mayúsculas Mateo; «¡qué pereza salir de casa!» respondió Antonio con ese gesto suyo tan característico, entre peninsular e isleño.

Pensar en estas cosas con las UCIs en temporada alta puede sonar a blasfemia. Sin embargo, emancipados a puerta cerrada de todo inútil, la vida despliega su brillo de estrella vespertina entre las cenizas de un cuerpo inerte. Se acabaron los caprichos, la droga cortada, los grupos de música mediocres y los brindis. El futuro es una noche de agosto atravesando Madrid en bicicleta. Y la sangre huele a tequila, y el aire es una caricia, y la calle traspasa nuestro fino tejido de algodón… Todo llegará.