El hijo de Taylor Hawkins

Querido Oliver Shane. Porque ese es tu nombre, aunque el mundo se dirija a ti como el hijo de Taylor Hawkins. Tu padre era inmortal, como todos los padres, por eso murió en marzo, cuando tenías dieciséis años y dos baquetas. Desde entonces, millones de desconocidos se declaran huérfanos sin serlo, recuerdan su melena rubia y esa expresión triste de los que sonríen cuando tocan música muy alto. A mí me ocurrió algo parecido. En aquel momento, mi padre representaba la vida entendida como un golpe de tambor. Él no llenaba estadios, aunque congregaba multitudes en el salón de casa, melodías, pájaros.

Tras enterrarlo, un concierto en su memoria y sin fuegos de artificio me hubiera parecido bien, incluso en Wembley. «Si es lo que quieren…», hubiera dicho mirando el hueco en el sillón. Nada de flores. Poco importa ahora. Hablemos de ti. Tú eres el hijo de Taylor, el que carga con el desenlace y la gloria inesperada, el que ocupa su vacante y recibe a la ausencia como golpe antes de tiempo. Sin embargo, tienes suerte. La música obra milagros. También contigo.

No serán ni tu madre ni tus hermanas las que aliviarán esta pena. No. Bastante tiene ya la pérdida con ellas. A través del legado de tu padre podrás cumplir con tu propósito, sea el que sea, sobre una batería o encima de una ola, consciente de que nunca podrás ser como él, pero sí la versión de un hijo presente ante su padre ausente. A los héroes y a los padres los definen las acciones cotidianas, nunca lo que representan bajo los focos. Insisto, tienes suerte. Eres el niño que tu padre nunca dejó de ser mientras tocaba. Míralo mientras se va, míralo mientras se queda.

Un abrazo, Oliver Shane Hawkins, así te llamas.

Esa amistad

Sin amigos uno discurriría sin latido. Y es que, de alguna forma, son los que nos palpitan en el espacio-tiempo. A veces por todo lo alto celebrando, otras sin que nada suceda sucediendo todo. ¿De qué hablamos cuando nos repetimos? Entonces se produce el milagro de los panes y las risas. Porque el que tiene un amigo no tiene un tesoro, sino que se tiene a sí mismo en todas sus versiones, la oculta y la cumbre. De ahí el verbo perdonar, envejecer juntos, única ley no escrita de esas cosas que hacen los humanos que se quieren en la diferencia.

Y las angustias se dividen, un poco menos las cuentas. Será porque la amistad es rara, se valora poco y renace en los pétalos de las clavelinas, flor perdida en los veranos de enero. Tiene que ver con que los amigos sonríen si te va mejor, con el empleo de silencios cuando el ruido emborrona los plazos y la vista. Ahí estamos, somos, y por eso seguimos tejiéndonos en el fragor de los abrazos. Curan, demuestran lo invisible, dan y dan.

Siempre terminamos recurriendo a su certeza. A veces por estar lejos y en la misma ciudad, otras cuando abren su hombro sin querer nada más que querernos. Bueno, uno siempre es nada, menos si faltan. Con ellos las plantas del salón están a buen recaudo; siempre, como siempre están. Al final sale mejor tener amigos que irse de viaje y hacer fotos. En su piel nos vamos descubriendo, en sus ojos vemos el reflejo de una vida juntos. Son patria.

Ilustración: https://adrianjohnsonstudio.com/

Oda a los mayores

Ocho de cada diez fallecidos por Covid-19 son mayores de setenta años. Repito invirtiendo los elementos de la oración; el 86 % de los fallecidos son ancianos. ¡Y qué poco importan los años si uno se siente joven! Sin embargo, el virus los encuentra y convierte en roca sus pulmones, al contrario de esta sociedad que prefiere arrinconarlos. Porque al menos los muebles terminan en un punto limpio y ellos, en cambio, son una triste placa conmemorativa, un ramo de crisantemos y un recuerdo. Con su muerte perdemos, una vez más, nuestra memoria.

Ahora se hace más patente que nunca que la juventud está sobrevalorada. ¿Qué es lo que han hecho durante la pandemia? Molestar en casa, preguntar «¿cuándo salimos?», hacer canciones ligeras, tirar de la cadena y pasarse el Fornite, abarrotar unas terrazas que no saben igual porque no hubo primavera. Qué cosas. E insisto, no es la edad, es la cabeza.

Yo soy un hombre que siempre se sintió mayor y por eso quiero honrar lo que hicieron porque tocaba, su labor invisible en un mundo-mascarilla, sus historias, esas manos frías y cubiertas de meandros, el jugo y la llama que ahora son espejo del silencio. El resto seguirá a lo suyo, quemando libros, despreciando la experiencia en la pantalla. Es curioso; todos somos más viejos que hace tres meses, precisamente porque en todos pesan más los recuerdos que las ilusiones. Esta es mi oda a los provectos. Empieza y termina con un gracias.

Ilustración: https://www.yamamotomasao.jp/