La contemplación de nuestro cuerpo

Del cuerpo nadie escapa. Ni siquiera cuando se blanquea con ropa de invierno o filtros. El cuerpo no solamente es cuerpo, late en sentidos y sienes, pervierte la mirada de uno mismo, es decir, la de los otros. Para corroborar esta teoría necesitamos un espejo o un iPhone. La ropa interior fuera de plano, a nuestros pies tan a menudo fríos. A esa distancia somos una telaraña de todo lo vivido y lo creído. Nadie permanece estático en su propia presencia, precipicios, como si la distribución de la carne nos obligara a encontrarnos dentro o entre la postura más favorecedora, que al final es la que menos nos expulsa de nosotros. Sí, el reflejo pertenece al que se mira, sin embargo, la piel incumbe a los extraños. O eso creemos.

Transcurridos unos segundos de duda y arrepentimiento lo peor va quedando atrás. Ahí estamos, tal y como fuimos, pasado sin trampa ni avenir concreto. Resulta que lidiar con las cicatrices, eso que cuelga y el imparable vello nunca sale a cuenta, precisamente lo único que da valor a los humanos. Sorprende descubrir que les pasa igual a adolescentes y viejos, aunque estos últimos llevan ventaja por haberse acostumbrado a lo único seguro. Bendito sea el deterioro, sinónimo de vida y miles de reflejos en los años.

Quietos, los cánones, la tendencia y la inútil perfección van deshaciéndose. Ahí estamos, estás, somos, eres, poco más que añadir ante un milagro sólo comparable a las propiedades del aloe vera. Acércate a ti, a tu tú, la mejor demostración de que la intemperie siempre trata bien al que se muestra, aunque aspire a una mejora ya incluida por defecto. Por fin tienes aquello que nunca tuviste. Sonríe, estás desnudo por primera vez desde tu nacimiento. Y está bien, todo está bien.

Ilustración: https://nhungle.com/

Ese número de teléfono que nunca borras

Imposible. Desde que murió eres incapaz de borrar su número. Sigue en Favoritos o en el fondo de los contactos que crecen por latidos. Es más, ni siquiera compruebas si el número sigue en tu memoria. Conoces la respuesta, nueve cifras. Eliminarlo de su urna física, un móvil en el siglo XXI, supondría enterrar el cordón que os unió una vez y todavía aprieta. Y es que ese hilo invisible entre las arrugas y la tecnología es una forma de amor que ama en vida y través de la ausencia. Duele, cierto, pero aún más tirarlo como el que tritura fotos, documentos, cáscaras.

Durante meses marcaste su número, normalmente ebrio o de noche. Su voz respondía y tú colgabas, quizás consciente de que son los vivos los que hablan con los muertos, nunca al contrario o vía Movistar. Era la fuerza de la costumbre convertida en duelo. Con la reconstrucción de los días desgarrados, la línea quedó fuera de servicio. Entonces te aferraste a lo único mundano que se origina en el más allá para volver como una mancha en el sol, como una raíz: los recuerdos.

Ya ha pasado mucho tiempo desde aquello. Ni siquiera te aprendiste el número de tu pareja, de tus mejores amigos. En cambio, el suyo se hace presente al saquear el pasado, te concede la duda y por lo tanto el deseo de seguir viviendo. Es extraño, pero el móvil representa todo aquello que quedó por decir, hace las veces de camposanto entre tanta pieza china. En su falta celebras la suerte de poder contarlo. Está en ti y respira en todas partes… menos en la guía de teléfonos. Porque casi todo pasa.

Ilustación: Marco Melgrati

50 maneras de desaparecer ante uno mismo

Ella corre por el paseo marítimo, suda, coloca un pie delante del otro, mueve los brazos, exhala, (…), hasta que se detiene frente al escenario en el que se celebra el último concierto del verano. Jadea. Su móvil —sujeto alrededor de su brazo por un elástico naranja— se convierte ahora en la cerradura por la que mirar el mundo, un cómplice que graba una música que ya no es música, ni la playa al fondo es de arena, ni el mar es azul porque nada es realmente lo que es si algo se interpone entre nuestra mirada y el mundo. Quizás vivir no sea más que esa extraña capacidad de recordar: estuvo allí, con el brazo levantado y los ojos detrás de la pantalla (…), un momento preciso y precioso en la memoria de su iPhone.

Después llega a casa, se desnuda y coloca la barbilla sobre su esternón al tiempo que el agua de la ducha cae sobre su cabeza, eliminando la electricidad estática del cuerpo, electrones, protones, (…), borrándola durante unos segundos (que prolongaría hasta el infinito), tiempo suficiente para quedar al margen porque, ¿es posible deshacerse de uno mismo sin abandonar sus huesos, sus fluidos, sus pensamientos; más allá de la mampara del cuarto de baño? Quizás.

Retira el vaho del espejo y mira su reflejo partido, quebrado. Ahí, desnuda y sin maquillaje, no puede evitar pensar en la época en la que se perforaba el cuerpo con pendientes, se tatuaba cada espacio de epidermis, se vestía de negro y se teñía el pelo del color del arco iris en un intento —siempre frustrado— de ser todo lo que no era, de desaparecer manteniendo el equilibrio inestable del paso del tiempo, ese que no explica nada mientras pasa y que nos angustia por razones que ni siquiera él llega a comprender.

Se viste y se sienta en la mesa del despacho. Enciende el ordenador y comienza a escribir*: ¡por fin!, porque es en ese preciso momento que ella es capaz de evadirse, de ponerle o quitarle palabras a su propia isla, de describir un horizonte antes borroso (¡reina de su propio imperio), en soledad, lejos de cualquier mirada… hasta desaparecer completamente: «Estoy aquí, está ocurriendo».

Y sonríe (…).

*: el verbo puede substituirse por diseñar, dibujar, componer, respirar, (…).