Métete tu opinión por donde te quepa

Vengo del hospital. Pero estoy bien, al menos de salud. Solamente quería ver con mis propios ojos una realidad que se ha convertido en un juicio de valor en boca de todos. Incluso estas palabras, testimonio directo de una vivencia son, hasta cierto punto, una opinión. Porque si hubiera llegado antes o una hora más tarde a la clínica «La Milagrosa«, ese hecho, en principio superfluo, hubiera hecho brotar en mí otra idea, quizás menos lúgubre, quizás más esperanzadora. O tal vez la hubiera enterrado. Había taxis y muchos viejos, supongo que como un día cualquiera. Incluso una monja con la mascarilla a juego con el hábito. Tres ambulancias se detuvieron. Comparten sílabas con esperanza.

Es raro encontrarse al otro lado, en la acera de enfrente, fuera de esos fríos muros sabiendo que en el interior, y cada día, mueren dos de cada diez. Mientras sucede, los sanitarios nos lo imploran —olvidamos la solidaridad antes de las Navidades—, y el resto opina. Que si la libertad por aquí, que si la economía por allá, que si los culpables son los políticos, que cómo vamos a renunciar a los pequeños placeres cotidianos, que si nos están enterrando en vida… Si uno se detiene, prescinde del ruido y la rabia, nada de eso resuena en los pasillos. Puede que el ritmo acompasado de unas constantes vitales.

Quizás haya llegado el momento de callarse, de dejar de decir en voz alta lo que pensamos, últimamente algún tipo de queja, insulto o malestar. Hacerlo durante unos meses, por ver qué pasa. En esa inacción activa hay implícito un enorme respeto por los caídos, por los que no pudieron despedirse de los suyos y por los que, a todas sombras, se irán. Resulta que la opinión es «la enemiga directa de la verdad», pero en «La Milagrosa» se obran milagros todos los días. Qué silencio más extraño el de la muerte…

Ilustración: Giulia Rosa

¿Es James Rhodes un pianista extraordinario?

Después de haber puesto sus discos, disponibles en Spotify, leído con avidez su ya clásico «Instrumental» y escuchado los testimonios relativos a una infancia disuelta entre desgarros anales y los devastadores efectos colaterales en su vida adulta me resulta realmente complicado responder a la pregunta con la que titulo esta mierda de artículo.

Y la razón se encuentra en la turbulenta relación existente entre la capacidad natural del intérprete para enfrentarse a una obra ya creada y sin embargo abierta (en canal) a infinitas lecturas, y la personalidad del que acepta tamaño reto, la misma que, como en el caso que nos ocupa, demuestra su faceta más suicida al pretender estar a la altura de genios como Ashkenazy, Glenn Gould, Lang Lang o Pollini, pianistas extraordinarios dotados de personalidades igualmente extraordinarias con un elemento común: la capacidad de conectar sus fardos emocionales con los de las obras inmortales que se deslizan bajo sus chiclosos dedos.

Las interpretaciones de Rhodes poseen una característica rara —vaya por delante que yo soy un puto guitarrista—, cierta fragilidad salpicada de torpeza, como si la obra fuera demasiado inabarcable para ese niño adoptado por Madrid pasados los cuarenta —Jaime Rodas sería su nombre castizo— y que al mismo tiempo conmueve de una manera tan apabullante que cuando te das cuenta ya es demasiado tarde para controlar las lágrimas. Y como todo aquello que se puede sentir a veces no puede ser convertido en palabras, James se sienta sobre ese mueble pintado y lo vivido se queda atrás —sombra de un recuerdo todavía presente entre esa maraña de pelo revuelto— para regresar convertido en una taquigrafía de la emoción, el único lugar en el que equivocarse es profundamente bello.

Me reafirmo. No sé si James es un pianista extraordinario, pero está claro que guarda un secreto, el del horror convertido en amor incondicional por la vida hecha música clásica, el de la rabia transformada en piano, rey absoluto de un futuro que ya pasó, del ahora convertido en el humo de un cigarro.