Sayonara, Ryūichi

Es cierto. La vida es corta. En cambio, el arte es largo, sobrevive a las lápidas y el paso de las nubes. ¿Cómo es posible si no que podamos escuchar a Ryūichi Sakamoto mientras lo entierran? Qué mejor forma de decir adiós a un amigo al que conocimos por esas melodías llenas de formas y colores. Sí, soñamos su sueño y todavía lo soñamos. Al despertar solo hay silencio. Bajo tierra, sus mechones blancos. Ahora está muerto y podemos verle sonriendo tras sus gafas, sentado al piano, Tokio al fondo. Tal es el milagro de la música.

Ryūichi decía que «el mundo está lleno de sonidos, pero simplemente no los escuchamos como música». A él su padre nunca le miró a los ojos hasta ser adolescente. Si quería decirle algo a su hijo, se lo contaba a su madre. Quizás eso le empujó a hacer música, para evitar el mal trago de escoger palabras, para alejar la angustia de la razón e invocar ese sentir entre las notas. Ayer, al enterarme de su muerte, apagué todas las luces de casa y puse la banda sonora de «Merry Christmas MrLawrence» muy fuerte. Hay vida al otro lado de la música. Siempre.

Es raro asistir a la desaparición de todo lo que conocimos. Ya no están ni Shorter ni Hawkins, adiós a Lannegan y Newton-John. Todo pasa como si no pasara nada. Ellos se van y dejan un rastro de canciones en nosotros, paisajes, vida útil y el recuerdo de unos años que no existen. Nunca es tarde para descubrir esa música tan oriental parida en Nueva York, formas tan humanas de contar historias sin usar la boca. La emoción no sigue un orden fijo. Simplemente vuela, cambia de postura, regresa al cuerpo cuando otro corazón se para. Y nunca podrán quitárnosla, aunque haya un músico menos en el mundo. Sayonara, Ryūichi. Te debemos mucho porque nunca nos pediste nada.

Ilustración: Andy Warhol

Algunos días comíamos fideos fríos

Con la llegada del verano, abríamos ventanas. Y el sol entraba en casa, se movía con su aire lleno de futuro. El campo todavía verde. Ella cortaba verdura, yo abría vino o una cerveza en lata. El amor es un plato de comida. En la cocina se mezclaba la pared de rojo con un muro blanco. Colores, formas invisibles, el olor de recetas llenas de belleza y hambre. El amor es eso que no sabes que pasa. Una cazuela llena de burbujas, el ruido del aceite en la sartén. Y la espera. Mientras, ella fumaba un cigarrillo mirando el jardín bajo un cielo soñado. Yo observaba todo como el que sabe que nada acaba nunca. El amor alimenta tanto como la comida.

En verano, en todos los veranos, compartíamos mesa y palillos chinos. Ella en el lado izquierdo, de espaldas a la luna. Yo a su derecha, el lugar de un niño viejo. Las plantas frente a nuestros ojos, con sus flores llenas de sed, nunca marchitas. El amor es un recuerdo que regresa. Algunos días comíamos fideos fríos. Después de cocerlos, se aclaran con agua y se les pone hielo encima. La pasta adquiere una textura parecida a la del sueño. Risas. El amor entiende poco de comidas en silencio.

Los fideos fríos son elásticos, finos, casi transparentes. En el plato, amontonados, parecen madejas de lana blanca, dunas de una playa sin bañistas. Los fideos fríos no saben a nada. Pero ahí reside el truco de la felicidad. Con un poco de soja y mirin recuperan su sabor. Porque de sal están hechos la alegría y el océano. El amor es esa niebla compartida. Al terminar, ella hablaba de fideos. Yo fregaba los platos pensando en hacerme un bocadillo. Luego terminó el verano, como termina siempre. Ella ya no está. Yo sigo echándola de menos cada vez que como.

Ilustración: John Register

El extranjero

Es cierto. Ya lo decía Camus. Uno se forma ideas exageradas de lo que no conoce. Y es que lo ignoto, precisamente por serlo, viene envuelto en papel de burbujas, pura novedad, y ésta se percibe como lo único necesario. Así nos va, siempre en búsqueda de algo fresco, precisamente porque conservar lo puesto cuesta más que perderse en disfraces nuevos, en una calle que empieza y termina en espejismos, quizás un hábito convertido, a partir de ahora, en promesa. También hay miedo, ¿pero no es precisamente eso lo que nos hace seguir vivos? Luego están las formas, los colores, nuestro lugar de observador poco observado y también la nostalgia de un viaje que sabes que se acaba porque hay que volver. Ay, el extranjero, el extranjero vuelve.

Entonces la queja desaparece. Sabemos que andamos de paso. Incluso la comida con sabor a arena sabe rica, playa con estrellas sin nombre entre los dientes. Cierto, nunca se cambia de vida. Como mucho de entorno, otro cielo quizás. De ahí aquello de que «cosa nueva nunca es buena, al menos si lo piensas con detenimiento». En otros países uno deja de recordar y transita por otros olores, siempre con la esperanza de que mañana habrá un nuevo uso para el día. La rutina fue una forma extraña de locura, de ahí que no entender la lengua del país cuente como espectáculo de noche, de tarde y de amanecer. Después cierras los ojos.

Sucede que muchos se sienten mejor en tierra ajena, incluso se adaptan al ritmo de los pasos, a la incertidumbre que implica mirar a la izquierda al cruzar la calle. El mundo siguió girando por el otro lado, pero el turista, ese que va acaparando sitios en un mismo cuerpo, continúa implacable en su afán por encajar, aunque sepa que tampoco pudo hacerlo en su lugar de origen. A veces recibe miradas grises, algún gesto de ese lado oscuro de los hombres y, a pesar de todo, gira en la siguiente esquina, memoriza, descansa en un jardín seco. Al final, todos terminamos deshaciéndonos, aquí, allí, en cualquier parte. La vida, el único viaje sin destino.

Ilustración: Hiroshi Nagai

Bonsái

Los bonsáis son criaturas extrañas, árboles con una maceta como campo, ese sueño inalcanzable de moldear la naturaleza a nuestro antojo. Quizás por eso decidí adoptar un olmo chino, un puñado por tener algo sobre lo que escribir, otro poco por entender lo que sucede cuando el cambio de las estaciones es una hoja precipitándose sobre el alféizar de la ventana. Sea lo que fuere, al recibirlo en casa tuve una sensación extraña. Ahí, dentro de una caja de cartón, había una persona envuelta en celofán, árbol y al mismo tiempo arbusto, la prueba inapelable de que podemos detener la vida, pero nadie podrá detener la primavera. Ni siquiera la propia primavera.

Lo coloqué sobre la mesa de la cocina y lo observé con detenimiento: su tronco sinuoso apuntando al este y a la puesta de sol; sus hojas del tamaño de la uña de un bebé; la incierta promesa de que, con los cuidados apropiados, podrá sobrevivirme, aunque eso no tiene ninguna importancia si uno muere. Después lo bauticé con agua del canal de Isabel II, me percaté de lo absurdo de tener plantas en casa cuando puedes poseer un bosque parecido a ti, algo que, sin querer, hacemos al elegir a los amigos. Extraño oficio el de los jardineros.

A los pocos días comenzó a secarse, a ponerse mustio como el mundo ahí fuera. Siguiendo las recomendaciones del sensei Pablo, lo introduje en un cubo de agua. Ayer, finalmente, lo transplantamos, lo defoliamos con unas tijeras de doble filo y la respiración en un susurro. También abonamos su parcela con la esperanza de que los nuevos brotes se conviertan en tallos, éstos en nudos, más tarde en copas. El bonsái parece ahora una rama de esas que flotan en el Manzanares. Bien podría fabricar un tirachinas con su tronco. Y a pesar de todo, del desgaste y las heladas, creo que pronto será una versión mejorada del supuesto dueño. Incluso un poco más alto y de mejor olor.

Ilustración: Masahiko Kimura

Cuando viajar es desaparecer

Pasamos toda nuestra vida en movimiento, a veces empujados por las prisas, otras intentando bloquear el tiempo en ráfagas, gesto inútil entre dos siestas. Sin embargo, cuando cambiamos de frontera —el turismo de interiores resulta menos letal— se inicia un proceso de demolición, el de un nuevo mundo que se despliega ante nuestra mirada oblicua… y el de nosotros mismos.

Porque resulta que, sin querer, fuera de España repetimos los actos cotidianos cambiándoles la perspectiva. En el proceso tiramos de Google Maps, alzamos la copa que contiene licores florales, recuperamos fuerzas entre el ruido y las luces de neón, damos las gracias en lenguas que se traban, en definitiva: somos menos de un sitio y más de ninguna parte. Y la ingravidez del viaje se transforma en ángulos corporales de 45°, sonrisas en las antípodas del día a día, costumbres prestadas y nada de periódicos. Así es como el nómada toma conciencia de ese todo que une a la especie más dañina del planeta, repleta de supuestos enemigos que ahora nos abren las puertas de sus cocinas, salvajes que nos ayudan a hacer desaparecer la realidad bailando sin lobos. Nuestra propia circunstancia marca el ritmo y, la postal sin sellar, los pasos.

En un momento de ruptura donde la patria ya no es la tierra natal (o adoptiva) a la que un hombre se sentía ligado, el viaje nos da una visión más nítida de un planeta que gira alrededor de 7.000 millones de órbitas. Al mirar con atención aquello que ignoramos por movernos solo en verano, al asistir al milagro de otros ojos —los que nos observan curiosos y con los que presenciamos el milagro de lo que existe por primera vez—, de repente, somos pájaro. Amanece en la Puerta del Sol y en el país del sexo pixelado los fanales brillan con más intensidad que las estrellas. Ya no hace falta volver a casa.

La verdad sobre Japón

Existen cientos de guías de viajes, webs, consejos enlatados sobre qué hacer y ver en Japón. Tokio y Osaka, Okinawa o Tokunoshima, katsudon casero o minicreps de plátano y nata en el metro… Al final, el viaje se hace demasiado corto como para saborear a duras penas la eterna lucha entre la oscuridad más garajera del samurái beodo y el respeto más absoluto por el otro, por lo otro, por lo de más acá. Porque esta es la verdad, no un consejo de bloguera: el país del neón naciente es todo lo que aspiramos a ser y salió mal.

Aquí los turnos de trabajo van desde las 9 a las 25 horas y el currito cumple con su cometido diligentemente, de manera robótica y magnética, como si el hecho de saber que en los baños hay siempre papel y jabón diera cierta tranquilidad al local y al extranjero. Uno cabezón, el otro bailarín con ojos de conejo al que le dan las largas. Y es que el visitante primerizo no sabe que en Japón la vida sucede a pie de calle y, sin embargo, el premio espera en la décima planta. Cuando no toca solamente hay que hacer tiempo hasta las 11, prórroga etílica en la que ellas florecen, gimen como ratoncitos ciegos y ellos hablan tan alto como un siciliano viendo el fútbol. Por cierto, si eres negro o hirsuto te hincharás a follar en las saunas.

No es tan caro —a excepción del tren bala y el champagne de Ginza—; la acera huele a caldo, rosas pisadas con pies del 36 y soledad; mueren por atropello —con el móvil en la mano—; la presión social es tan axfisiante que pixela el alma y los genitales; no saben decir que no y cuando por fin les sale convierten su cabeza en bola de demolición; la comida arde y los gatos son personas; el cielo es de peluquería, el sol un vidrio color manzana Fuji y pisar los charcos en kimono una obra de arte. Ahora bien: ¿por qué los japoneses que se van nunca regresan? A esa verdad debemos aferrarnos, ahí radica el secreto del mundo flotante.

En el momento

Sucedió hace un par de días, como si la diferencia horaria con respecto a España —ocho horas más según un tal Greenwich— hubiera sacudido su varita mágica, anticipando un momento que, siendo futuro respecto a la geografía cotidiana, en realidad es presente, un ahora en su manifestación más temporal de la palabra.

Ahí estaba yo, ocupando mi baldosa en un vagón de tren con olor a tintorería en seco, brillante, dulce y veloz a pesar del flujo sanguíneo: jóvenes volviendo a casa después de una borrachera, ejecutivos, moldes con sus cabezas de tamaño desproporcionado, el pelo azabache como la noche. La mayoría lleva mascarillas de farmacia, otras invisibles, y todos ellos, ladrillos de carne en una pared humana construida con empujones en un espacio mínimo, dejan pasar mi sonrisa marcada en el hombro de una muchacha india con un abrigo de GORE-TEX®.

Es un instante, la mueca discordante al margen de mis órganos vitales, algunos a pleno rendimiento —mi vejiga aumenta con cada parada—, otros defectuosos, la constatación de que a veces, es posible estar en el lugar y el momento adecuado, sentirse en casa a 15.000 kilómetros de nuestro salón, frenar la eternidad, entender que la felicidad es un desliz en hora punta, una cumbre a la que se accede sin querer, precisamente porque solo cuando abandonamos el itinerario previsto es posible olvidarse del dolor. Todo es su sitio, tan lejos de Dios, tan cerca de lo que de verdad importa. Aquí, ahora, nunca mañana. Y el sol entra por la ventanilla.