Existen cientos de guías de viajes, webs, consejos enlatados sobre qué hacer y ver en Japón. Tokio y Osaka, Okinawa o Tokunoshima, katsudon casero o minicreps de plátano y nata en el metro… Al final, el viaje se hace demasiado corto como para saborear a duras penas la eterna lucha entre la oscuridad más garajera del samurái beodo y el respeto más absoluto por el otro, por lo otro, por lo de más acá. Porque esta es la verdad, no un consejo de bloguera: el país del neón naciente es todo lo que aspiramos a ser y salió mal.
Aquí los turnos de trabajo van desde las 9 a las 25 horas y el currito cumple con su cometido diligentemente, de manera robótica y magnética, como si el hecho de saber que en los baños hay siempre papel y jabón diera cierta tranquilidad al local y al extranjero. Uno cabezón, el otro bailarín con ojos de conejo al que le dan las largas. Y es que el visitante primerizo no sabe que en Japón la vida sucede a pie de calle y, sin embargo, el premio espera en la décima planta. Cuando no toca solamente hay que hacer tiempo hasta las 11, prórroga etílica en la que ellas florecen, gimen como ratoncitos ciegos y ellos hablan tan alto como un siciliano viendo el fútbol. Por cierto, si eres negro o hirsuto te hincharás a follar en las saunas.
No es tan caro —a excepción del tren bala y el champagne de Ginza—; la acera huele a caldo, rosas pisadas con pies del 36 y soledad; mueren por atropello —con el móvil en la mano—; la presión social es tan axfisiante que pixela el alma y los genitales; no saben decir que no y cuando por fin les sale convierten su cabeza en bola de demolición; la comida arde y los gatos son personas; el cielo es de peluquería, el sol un vidrio color manzana Fuji y pisar los charcos en kimono una obra de arte. Ahora bien: ¿por qué los japoneses que se van nunca regresan? A esa verdad debemos aferrarnos, ahí radica el secreto del mundo flotante.
