¿Es el reguetón basura sonora?

El debate sobre el reguetón ha conseguido desplazar al fin del mundo, y más aún cuando Santiago Auserón comparte sus doctas palabras en El País. Y es que lo que parecía una broma, líquido preseminal del dembow y el reggae, ha cumplido treinta años y una década de dominación mundial. Por primera vez en la historia del negocio de la música confluyen en un solo género lo más comercial y lo más popular, dejando al rock—por enésima vez—, la EDM e incluso el rap en el banquillo. Será porque en canciones como «Despacito«, «Hasta el amanecer» y «Yo perreo sola» quedan reflejadas algunas de las obsesiones del humano con pocas canas: inmediatez, el baile como Alfa y Omega y la imperiosa necesidad de oír en lugar de escuchar, dos verbos utilizados indistintamente, quizás por conveniencia, quizás porque el segundo implica hacer una sola cosa y solo una.

Cuando el negocio, y en ese sentido el reguetón es su rama más lucrativa, domina la música ésta pierde su consideración más abstracta, se convierte en cadena de montaje sin Berry Gordy al mando, lo que por otro lado tampoco descarta la posibilidad de hacer grandes canciones con la caja registradora a mano. ¿Os suena Michael Jackson o Whitney Houston? Entonces, si no son sus letras —igual de machistas que las de Guns and Roses o Mötley Crue—, ni su homogeneidad rítmica o armónica —las canciones de David Guetta incluyen cuatro acordes y una chupadita de M por tema—, ni el acceso masivo a contenidos de todo tipo, ¿por qué los viejos lo consideran basura sonora?

La cuestión generacional y el rechazo a lo fresco pueden explicarlo en parte. Sin embargo, y dejando de lado los gustos de cada uno, la respuesta queda en manos de la posteridad. Más que nada porque con toda certeza, el sucesor del reguetón será una variante pobre, otro error de lo que hoy en día tiene la consideración de horror. Bad Bunny, J Balvin y Maluma han obtenido muchos tintes de pelo y reconocimiento siendo jóvenes, sin embargo, su impacto cultural sólo puede ser valorado a largo plazo. Es ahí donde un creador obtiene la verdadera medida del éxito. Como dice el maestro Barenboim «la música no es una profesión, es una forma de vida» y a veces, entre la basura crecen flores.

Ilustración: martinkrusche.de

Super Bowl: 2020 motivos de alegria

Un año más se ha vuelto a jugar un partido de fútbol americano… que no hemos visto. Al igual que hacemos con las canciones, pasamos de los minutos en los que el balón juega y somos testigos —desde el otro lado de un Atlántico plastificado— del mini-concierto universal del 2020, en esta ocasión protagonizado por dos rutilantes estelas femeninas: Shakira y Jennifer López. Una loba, otra pantera, las dos caras (con zarpas) de una galaxia, el de la música, dominada por lo latino y Rosalía, con sus ritmos monótonos, sus letras escritas sobre arena de playa y la vuelta del fosforito en uñas, permanentes y complementos.

Y sí, aunque parezca mentira (todos bailan, casi nadie toca y el «Kashmir» de Led Zeppelin dura menos que un plano fijo) y pese a la sensación de artificialidad de una propuesta tan «Born in the USA», deberíamos alegrarnos porque la música todavía cuenta, aunque se emplee para amenizar nuestros paseos al baño o al puesto de perritos calientes. Además, ¡quién se acuerda de J Bunny y Bad Balvin cuando el mejor producto colombiano sale a comerse un escenario en 3D!

Quizás, cuando el juicio del presente se convierta en una simple anécdota del pasado será más fácil apreciar ciertas cosas a golpe de caderas, encontrar motivos de alegría en lo artificial, no porque debamos prescindir de la verdad, sino porque el plástico es el último escollo hasta alcanzar la piel, porque la electricidad es la antesala de lo que arde. Si millones se han emocionado con la Super Bowl y sus pausas publicitarias, ¿qué llegarán a sentir con la música conectada a las ideas, la sangre y los esfínteres?