De los viejos que se creen sabios

Es cierto que nadie quiere saber nada de los viejos. Es más, los viejos odian ser viejos. Porque envejecer implica hacer ruido, observar de lejos un punto azul que es el mundo, con los amigos muertos y cada noche pudiendo ser la última. Pero no todo es malo de viejo. Se cumplen años, algunos sueños, la calma iza el sol por las mañanas y por fin es posible asimilar cosas aprendidas hace tiempo. El problema de los viejos no es la falta de vida por delante o la poca variedad a la hora de vestirse. No. El problema de algunos viejos es creer saberlo todo por ser viejos.

Hay resentimiento en la vejez. Y lo sé porque envejezco sin ser viejo del todo. Los viejos van a la contra del futuro y recuerdan a los niños, sin dientes, sin pelo, sin colágeno. Gracias a la pérdida, ganan en certezas, reafirman sus convicciones y se llenan la boca de glorias pasadas y de lo bonito que fue el Madrid antiguo. Cierto, corrigen defectos de juventud, pero algunos sientan cátedra. No saben que, en realidad, son como los trofeos de caza que adornan las paredes.

A mí me gustan los viejos que juegan a la petanca sabiendo que la vida es esa bola en el aire que cae siempre en el lugar inesperado, que dudan porque somos curiosidad y dudas, que preguntan porque eso es lo que hacen los que saben. Esos viejos asumen su ignorancia, releen en lugar de leer y no tienen reparos en aceptar que su ciclo fue, aunque todavía sirvan para mucho. A esos viejos se les reconoce enseguida. Llevan en los ojos todo lo por vivir, una estela, la pasión del que muere como vino al mundo: sin saber nada.

Ilustración: Guy Billout

¡Viejos y jóvenes, uníos!

Lo recuerdo con dificultad. Yo diría que fue hace una semana. Vivíamos en un vórtice de frenesí individual perpetuo y el estado de alerta no era más que una palabra empleada en tiempos de guerra, con sus noches en las que algunos ignoraban las estrellas y se iban a la playa. Otros, en cambio, hacían acopio de papel higiénico. Yo hablaba por teléfono con mi madre y me contaba que seguía saliendo a comprar el pan y el periódico.

No podía entenderlo. Si el mundo se derrumbaba, ¿por qué los jubilados, con edades comprendidas entre los sesenta y cinco y los noventa y más allá, se resistían a variar sus costumbres, frenar de golpe el paseo diario y la partida con los colegas? Resulta que a los mayores no solo les cuesta más levantarse de la cama, sino que esquivan el cambio, se aferran a lo malo conocido, al mismo desayuno con pan blanco y al día a día convertido en extensión del dominio de lucha.

Los más jóvenes, si es que de verdad lo son, representan la metamorfosis semanal, la adaptación al medio hostil, la incertidumbre y la imaginación al poder, y ahora viven como los viejos, confinados y en pijama, echando partidas en grupo al Fortnite y olvidándose del Tinder porque en el tiempo de descuento lo de follar como que cuadra menos. Y lo veo claro: nunca los adolescentes se parecieron tanto a los octogenarios. Es en la mezcla de los dos donde se encuentra la esperanza.